Audiencia general del 13 de mayo de 1992
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 13 de mayo de 1992
El testimonio de la fe en la Iglesia, comunidad profética
(Lectura:
Hechos de los Apóstoles, capítulo 1, versículos 6-8)
1. En las catequesis anteriores hemos hablado de la Iglesia como de una «comunidad sacerdotal» de «carácter sagrado y orgánicamente estructurado» que «se actualiza por los sacramentos y por las virtudes» (Lumen gentium, 11). Era un comentario al texto de la constitución conciliar Lumen gentium, dedicado ala identidad de la Iglesia. Pero, en la misma constitución leemos que «el pueblo santo de Dios participa también de la función profética de Cristo, difundiendo su testimonio vivo sobre todo con la vida de fe y caridad y ofreciendo a Dios el sacrificio de alabanza, que es fruto de los labios que confiesan su nombre (cf. Hb 13, 15)» (Lumen gentium, 12). Según el Concilio, por tanto, la Iglesia tiene un carácter profético como partícipe del mismo oficio profético de Cristo. De este carácter trataremos en esta catequesis y en las siguientes, siempre en la línea de la citada constitución dogmática, donde el Concilio expone más expresamente esta doctrina (Lumen gentium, 12).
Hoy nos detendremos en los presupuestos que fundan el testimonio de fe de la Iglesia.
2. El texto conciliar, presentando a la Iglesia como «comunidad profética», pone este carácter en relación con la función de «testimonio» para el que fue querida y fundada por Jesús. En efecto, dice el Concilio, que la Iglesia «difunde el vivo testimonio de Cristo». Es evidente la referencia a las palabras de Cristo, que se encuentran en el Nuevo Testamento. Ante todo a las que dirige el Señor resucitado a los Apóstoles, y que recogen los Hechos: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos» (Hch 1, 8). Con estas palabras Jesucristo subraya que la actuación de la función de testimonio, que es la tarea particular de los Apóstoles, depende del envío del Espíritu Santo prometido por él y que tuvo lugar el día de Pentecostés. En virtud del Paráclito, que es espíritu de verdad, el testimonio acerca de Cristo crucificado y resucitado se transforma en compromiso y tarea también de los demás discípulos, y en particular de las mujeres, que junto con la Madre de Cristo se hallan presentes en el cenáculo de Jerusalén, como parte de la primitiva comunidad eclesial. Más aún, las mujeres ya han sido privilegiadas, pues fueron las primeras en llevar el anuncio y ser testigos de la resurrección de Cristo (cf. Mt 28, 1-10).
3. Cuando Jesús dice a los Apóstoles: «Seréis mis testigos» (Hch 1, 8), habla del testimonio de la fe en un sentido que encuentra en ellos una actuación bastante peculiar. En efecto, ellos fueron testigos oculares de las obras de Cristo, oyeron con sus propios oídos las palabras pronunciadas por él, y recogieron directamente de él las verdades de la revelación divina. Ellos fueron los primeros en responder con la fe a lo que habían visto y oído. Eso hace Simón Pedro cuando, en nombre de los Doce, confiesa que Jesús es «el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16). En otra ocasión, cerca de Cafarnaún, cuando algunos comenzaron a abandonar a Jesús tras el anuncio del misterio eucarístico, el mismo Simón Pedro no dudó en aclarar: «Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6, 68-69).
4. Este particular testimonio de fe de los Apóstoles era un «don que viene de lo Alto» (cf. St 1, 17). Y no sólo lo era para los mismos Apóstoles, sino también para aquellos a quienes entonces y más adelante transmitirían su testimonio. Jesús les dijo: «A vosotros se os ha dado el misterio del Reino de Dios» (Mc 4, 11). Y a Pedro, con vistas a un momento crítico, le garantiza: «yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos» (Lc 22, 32).
Podemos, por consiguiente, decir, a la luz de estas páginas significativas del Nuevo Testamento, que, si la Iglesia, como pueblo de Dios, participa en el oficio profético de Cristo, difundiendo el vivo testimonio de él, como leemos en el Concilio (cf. Lumen gentium, 12), ese testimonio de la fe de la Iglesia encuentra su fundamento y apoyo en el testimonio de los Apóstoles. Ese testimonio es primordial y fundamental para el oficio profético de todo el pueblo de Dios.
5. En otra constitución conciliar, la Dei Verbum, leemos que los Apóstoles, «con su predicación, sus ejemplos, sus instituciones, transmitieron de palabra lo que habían aprendido de las obras y palabras de Cristo y lo que el Espíritu Santo le enseñó». Pero también otros, junto con los Doce, cumplieron el mandato de Cristo acerca del testimonio de fe en el Evangelio, a saber: «los mismos Apóstoles (como Pablo) y otros de su generación pusieron por escrito el mensaje de la salvación inspirados por el Espíritu Santo» (n. 7). «Lo que los Apóstoles transmitieron comprende todo lo necesario para una vida santa y para una fe creciente del pueblo de Dios; así la Iglesia con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree» (Dei Verbum, 8).
Como se ve, según el Concilio existe una íntima relación entre la Iglesia, los Apóstoles, Jesucristo y el Espíritu Santo. Es la línea de la continuidad entre el misterio cristológico y la institución apostólica y eclesial: misterio que incluye la presencia y la acción continua del Espíritu Santo.
6. Precisamente en la constitución sobre la divina revelación, el Concilio formula la verdad acerca de la Tradición, mediante la cual el testimonio apostólico perdura en la Iglesia como testimonio de fe de todo el pueblo de Dios. «Esta Tradición apostólica va creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo; es decir, crece la comprensión de las palabras e instituciones transmitidas cuando los fieles las contemplan y estudian repasándolas en su corazón (cf. Lc 2, 19. 51), y cuando comprenden internamente los misterios que viven, cuando las proclaman los obispos, sucesores de los Apóstoles en el carisma de la verdad. La Iglesia camina a través de los siglos hacia la plenitud de la verdad, hasta que se cumplan en ella plenamente las palabras de Dios» (Dei Verbum, 8).
Según el Concilio, por tanto, este tender a la plenitud de la verdad divina, bajo la tutela del Espíritu de verdad, se actualiza mediante la comprensión, la experiencia (o sea, la inteligencia vivida de las cosas espirituales) y la enseñanza (cf. Dei Verbum, 10).
También en este campo, María es modelo para la Iglesia, por cuanto fue la primera que «guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón» (Lc 2, 19 y 51).
7. Bajo el influjo del Espíritu Santo, la comunidad profesa su fe y aplica la verdad de fe a la vida. Por una parte, está el esfuerzo de toda la Iglesia para comprender mejor la revelación, objeto de la fe: un estudio sistemático de la Escritura y una reflexión o meditación continua sobre el significado profundo y sobre el valor de la palabra de Dios. Por otra, la Iglesia da testimonio de la fe con su propia vida, mostrando las consecuencias y aplicaciones de la doctrina revelada y el valor superior que de ella deriva para el comportamiento humano. Enseñando los mandamientos promulgados por Cristo, sigue el camino que él abrió y manifiesta la excelencia del mensaje evangélico.
Todo cristiano debe «reconocer a Cristo ante los hombres» (cf. Mt 10, 32) en unión con toda la Iglesia y tener entre los no creyentes «una conducta irreprensible» a fin de que alcancen la fe (cf. 1 P 2, 12).
8. Por estos caminos, señalados por el Concilio, se desarrolla y se transmite, con el testimonio «comunitario» de la Iglesia, aquel «sentido de la fe» mediante el cual el pueblo de Dios participa en el oficio profético de Cristo. «Con este sentido de la fe ―leemos en la Lumen gentium― que el Espíritu de verdad suscita y mantiene, el pueblo de Dios se adhiere indefectiblemente a la fe confiada de una vez para siempre a los santos (Judas 3), penetra más profundamente en ella con juicio certero y le da más plena aplicación en la vida, guiado en todo por el sagrado Magisterio, sometiéndose al cual no acepta ya una palabra de hombres, sino la verdadera palabra de Dios (cf. 1 Ts 2, 13)» (Lumen gentium, 12).
El texto conciliar pone de relieve el hecho de que «el Espíritu de verdad suscita y mantiene el sentido de la fe». Gracias a ese «sentido» en el que da frutos «la unción» divina, «el pueblo de Dios se adhiere indefectiblemente a la fe... guiado en todo por el sagrado Magisterio» (Lumen gentium, 12). «La totalidad de los fieles, que tienen la unción del Santo (cf. 1 Jn 2, 20 y 27), no puede equivocarse cuando cree, y esta prerrogativa peculiar suya la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo cuando "desde los obispos hasta los últimos fieles laicos" presta su consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres» (Lumen gentium, 12).
Adviértase que este texto conciliar muestra muy bien que ese «consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres» no deriva de un referéndum o un plebiscito. Puede entenderse correctamente sólo si se tienen en cuenta las palabras de Cristo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños» (Mt 11, 25).
Saludos
Amadísimos hermanos y hermanas:
Deseo ahora presentar mi saludo afectuoso a los peregrinos y visitantes procedentes de los diversos países de América Latina y de España.
En particular, a los Sacerdotes de la Sociedad de vida apostólica “Cruzados de Cristo Rey”, de Toledo, así como a los miembros de la Asociación Castrense de la Guardia Civil y de la Asociación de Damas del Pilar.
Mi cordial bienvenida igualmente a los numerosos peregrinos mexicanos aquí presentes y al grupo de la Sierra de Segovia.
A todos bendigo de corazón.
© Copyright 1992 - Libreria Editrice Vaticana