Audiencia general del 21 de mayo de 1980

Autor: Juan Pablo II

 

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 21 de mayo de 1980

1. Hoy deseo hablar de África, de mi peregrinación de diez días a ese continente. Lo hago, ante todo, para responder a una necesidad del corazón, y también —al menos como esbozo provisional— a las exigencias de un primer balance. Efectivamente, seria difícil pensar en un saldo total de la deuda, que mediante esta visita he contraído con tantos hombres, como con las sociedades e Iglesias africanas. Sería mucho más difícil "narrar" en un discurso, relativamente breve, este acontecimiento o, mejor, toda la serie de los acontecimientos que han tenido lugar, tan elocuentes y llenos de múltiples contenidos. Es un tema sobre el que se debe volver más veces y que ha de fructificar todavía a la larga.

Desde los primeros días de mi servicio pastoral en la Sede romana de San Pedro, sentí una profunda necesidad de acercarme al continente negro. Y por esto acepté con alegría, primero, la invitación del Episcopado del Zaire, invitación vinculada con el primer centenario de la evangelización en ese gran país. Luego, llegó otra invitación parecida del Episcopado de Ghana, donde, igualmente, el comienzo de la misión evangelizadora de la Iglesia se remonta al año 1880.

Sin embargo, junto con estas invitaciones, justificadas por un aniversario particular, aparecieron pronto otras de diversos países de África. Provenían de varios Episcopados y también de los representantes de las autoridades civiles. Han sido tan numerosas las invitaciones, que no hubo modo de aceptarlas todas durante este primer viaje. A pesar de que el itinerario de diez días haya abarcado, además del Zaire y Ghana también el Congo-Brazzaville, Kenia, Alto Volta y Costa de Marfil, ésta es solamente una partede la tarea que he de desarrollar y que, con la ayuda de Dios, deseo realizar. Más aún, lo considero mi deber pastoral

2. Se puede mirar de diversos modos los acontecimientos citados, así como se puede valorar diversamente todo este modo de ejercitar el servicio pastoral del Obispo de Roma en la Iglesia universal. Sin embargo, está el hecho de que ya Juan XXIII preveía estas posibilidades, y Pablo VI las realizó en amplio radio. Esto está ciertamente vinculado también al desarrollo de los modernos medios de comunicación, pero sobre todo está vinculado a la nueva conciencia misionera de la Iglesia. Debernos esta conciencia al Concilio Vaticano II, que ha mostrado, hasta las raíces más profundas, el significado teológico de la verdad, según la cual la Iglesia se encuentra continuamente en estado de misión (in statu missionis). Y no puede ser de otra manera, dado que permanece en ella constantemente la misión, es decir, el mandato apostólico de Cristo, Hijo de Dios, y la misión invisible del Espíritu Santo, que el Padre da a la Iglesia y, mediante la Iglesia, a los hombres y a los pueblos por obra de Cristo crucificado y resucitado.

Se puede decir, pues, que después del Vaticano II no es posible realizar servicio alguno en la Iglesia, sino con el sentido de la conciencia misionera así formada. Esta se ha convertido, de cierta manera, en una dimensión fundamental de la fe viva de cada cristiano, en un modo de vivir de cada parroquia, de cada congregación religiosa y de las distintas comunidades. Se ha convertido en una característica esencial de cada Iglesia "particular", esto es, de cada diócesis. Por lo tanto, se ha convertido también en un modo propio y adecuado de realizar la misión pastoral del Obispo de Roma. Parece que después del Concilio Vaticano II, el Papa no puede realizar su servicio de otro modo, sino saliendo hacia los hombres, por lo tanto, hacia los pueblos y las naciones, de acuerdo con el espíritu de las palabras tan claras de Cristo, que manda a los Apóstoles ir a todo el mundo y enseñar "a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28, 18),

3. La doctrina del Concilio Vaticano II ha constituido la preparación más adecuada para la peregrinación del Papa a África, como un "manual" indispensable. Y, al mismo tiempo, se puede decir que este mismo viaje o peregrinación no es más que la realización, esto es, la introducción, en la vida concreta, de la doctrina del Vaticano II. Quizá esto pueda sorprender a alguno, pero precisamente es así. En efecto, la doctrina del Concilio no es sólo una colección de conceptos abstractos y de fórmulas sobre el tema de la Iglesia, sino que es una enseñanza profunda y global sobre la vida de la Iglesia. Esta vida de la Iglesia es una misión en la que, a través de la historia de cada uno de los hombres y, al mismo tiempo, a través de la historia de las naciones y de las generaciones se desarrolla y realiza el misterio eterno del amor de Dios revelado en Cristo. El continente africano es un terreno inmenso en el que este proceso dinámico se realiza muy expresivamente. El alma de África merece que se diga de ella lo que, en otro tiempo, dijo Tertuliano, africano él mismo, es decir, que es ''naturaliter christiana". En todo caso, es un alma profundamente religiosa en los estratos, cada vez más amplios, de su religiosidad tradicional, sensible a la dimensión sagrada de todo el ser, convencida de la existencia de Dios y de su influencia en la creación, abierta a lo que está más allá de lo terreno y más allá de la tumba.

Y aunque sólo una parte de los habitantes del continente negro (de los que el 13 por ciento son católicos) haya aceptado el Evangelio, sin embargo, es grande la disponibilidad a su aceptación; también es significativo el entusiasmo de la fe y la vitalidad de la Iglesia. Se puede decir que todo esto —tanto la misión interna de la Iglesia, como el ecumenismo, como también por otra parte el influjo del islamismo y el radio cada vez más amplio y quizá predominante de la religión tradicional, o animismo—, sólo se comprende de manera justa con la ayuda de la enseñanza que el Concilio ha dado en la Constitución dogmática sobre la Iglesia, "Lumen gentium", y especialmente en el capítulo sobre el Pueblo de Dios. En ella cada uno de los miembros de este Pueblo ha sido definido en relación a la eterna voluntad salvífica de Dios, Creador y Padre, y a la realidad de la redención y de la mediación de Cristo, que no excluyen a nadie, como también, finalmente en relación a la acción misteriosa del Espíritu Santo, que penetra los corazones humanos y las conciencias.

4. Teniendo ante los ojos esta imagen rica y diferenciada que ha delineado el Concilio, nos movemos entre los hombres y los pueblos de África no sólo con la conciencia viva de la misión, sino también con la esperanza particular de la salvación que —si se realiza también fuera de la Iglesia visible—, sin embargo, se realiza mediante Cristo que actúa en la Iglesia. Y quizá con esto se explica también esa relación única establecida con un peregrino, que no representaba a ninguna potencia temporal, sino que iba exclusivamente, en el nombre de Cristo, para dar testimonio de su infinito amor hacia los hombres, hacia cada uno de los hombres y hacia todos, incluso hacia los que todavía no le conocen y no han aceptado aún plenamente su Evangelio, junto con el ministerio sacramental de la Iglesia.

Al mismo tiempo este encuentro grande y a la vez tan diferenciado testimonia lo enorme que es siempre la tarea misionera de la Iglesia en este continente tan prometedor. Y a pesar de que en cada uno de los países la mayor parte de los Episcopados esté constituida ya por obispos negros, sin embargo no sólo una gran parte del clero y del personal comprometido en la evangelización lo forman todavía misioneros y misioneras, sino que además sus peticiones continúan siendo numerosas, más aún, son quizá más numerosas que nunca. Los Pastores más celosos —hijos del continente negro— hablan de ello frecuentemente, añadiendo que ha llegado una hora especial de África en la historia de la evangelización, y que verdaderamente "la mies es mucha" (Mt 9, 37). Por lo tanto, ¡cuán dignos de admiración son, por ejemplo, esos obispos blancos que, después de haber cedido el puesto a sus sucesores africanos, continúan trabajando como misioneros en la pastoral ordinaria cotidiana de esas Iglesias! ¡Cómo debe arrastrar su ejemplo a otros!

5. En este marco sintético, debo aún la última palabra a las jóvenes sociedades africanas, independientes desde hace poco, a los nuevos Estados soberanos de ese continente. La Iglesia, guiada por motivos de naturaleza no política, sino ante todo ética, les atribuye gran importancia, como lo testimonia, por ejemplo, la Constitución "Gaudium et spes". Por todas partes, pues, he tratado de manifestar la alegría proveniente del hecho de que, gracias a la soberanía de las sociedades africanas, se actúan los derechos naturales de la nación que, viviendo y desarrollándose autónomamente realiza su dignidad innata, la propia cultura, y puede servir más plenamente a las otras sociedades, mediante los frutos de su actividad madura. La Iglesia, que en los diversos continentes trata, por su parte, de ayudar al desarrollo de las naciones y de las sociedades, se alegra de lo que en este campo ha podido hacer ya en el continente africano y desea servir también en el futuro a las jóvenes naciones del continente negro con toda entrega y amor.

Pienso que mi primera peregrinación a los países africanos ha dado la debida e indispensable expresión a esta realidad, Y, por esto, renuevo una vez más mi gratitud a Dios mismo, que ha dirigido mis pasos en esos países, y también a todos los hombres que, de diversos modos, me han ayudado a desarrollar esta tarea,

Dios bendiga a África: a todos sus hijos y sus hijas.

 

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