Audiencia general del 3 de junio de 1992
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 3 de junio de 1992
El testimonio de la caridad en la Iglesia, comunidad profética
(Lectura:
Hechos de los Apóstoles, capítulo 2, versículos 44-47)
1. En la constitución dogmática Lumen gentium del concilio Vaticano II leemos: «El pueblo santo de Dios participa también de la función profética de Cristo, difundiendo su testimonio vivo sobre todo con la vida de fe y caridad» (n. 12). En las anteriores catequesis hemos hablado del testimonio del amor. Es un tema de suma importancia, pues, como dice san Pablo, de estas tres virtudes: la fe, la esperanza y la caridad, «la mayor es la caridad» (cf. 1 Co 13, 13). Pablo demuestra que conoce muy bien el valor que Cristo dio al mandamiento del amor. En el curso de los siglos la Iglesia no ha olvidado nunca esa enseñanza. Siempre ha sentido el deber de dar testimonio del evangelio de caridad con palabras y obras, a ejemplo de Cristo que, como se lee en los Hechos de los Apóstoles, «pasó haciendo el bien» (Hch 10, 38).
Jesús puso de relieve el carácter central del mandamiento de la caridad cuando lo llamó su mandamiento: «Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15, 12). No se trata sólo del amor al prójimo como lo prescribió el Antiguo Testamento, sino de un «mandamiento nuevo» (Jn 13, 34). Es «nuevo» porque el modelo es el amor de Cristo («como yo os he amado»), expresión humana perfecta del amor de Dios hacia los hombres. Y, más en particular, es el amor de Cristo en su manifestación suprema, la del sacrificio: «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por los amigos» (Jn 15, 13).
Así, la Iglesia tiene la misión de testimoniar el amor de Cristo hacia los hombres, amor dispuesto al sacrificio. La caridad no es simplemente manifestación de solidaridad humana: es participación en el mismo amor divino.
2. Jesús dice: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13, 35). El amor que nos enseña Cristo con su palabra y su ejemplo es el signo que debe distinguir a sus discípulos. Cristo manifiesta el vivo deseo que arde en su corazón cuando confiesa: «He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!» (Lc 12, 49). El fuego significa la intensidad y la fuerza del amor de caridad. Jesús pide a sus seguidores que se les reconozca por esta forma de amor. La Iglesia sabe que bajo esta forma el amor se convierte en testimonio de Cristo. La Iglesia es capaz de dar este testimonio porque, al recibir la vida de Cristo, recibe su amor. Es Cristo quien ha encendido el fuego del amor en los corazones (cf. Lc 12, 49) y sigue encendiéndolo siempre y por doquier. La Iglesia es responsable de la difusión de este fuego en el universo. Todo auténtico testimonio de Cristo implica la caridad; requiere el deseo de evitar toda herida al amor. Así, también a toda la Iglesia se la debe reconocer por medio de la caridad.
3. La caridad encendida por Cristo en el mundo es amor sin límites, universal. La Iglesia testimonia este amor que supera toda división entre personas, categorías sociales, pueblos y naciones. Reacciona contra los particularismos nacionales que desearían limitar la caridad a las fronteras de un pueblo. Con su amor, abierto a todos, la Iglesia muestra que el hombre está llamado por Cristo no sólo a evitar toda hostilidad en el seno de su propio pueblo, sino también a estimar y a amar a los miembros de las demás naciones, e incluso a los pueblos mismos.
4. La caridad de Cristo supera también la diversidad de las clases sociales. No acepta el odio ni la lucha de clases. La Iglesia quiere la unión de todos en Cristo; trata de vivir y exhorta y enseña a vivir el amor evangélico, incluso hacia aquellos que algunos quisieran considerar enemigos. Poniendo en práctica el mandamiento del amor de Cristo, la Iglesia exige justicia social y, por consiguiente, justa participación de los bienes materiales en la sociedad y ayuda a los más pobres, a todos los desdichados. Pero al mismo tiempo predica y favorece la paz y la reconciliación en la sociedad.
5. La caridad de la Iglesia implica esencialmente una actitud de perdón, a imitación de la benevolencia de Cristo que, aún condenando el pecado, se comportó como «amigo de pecadores» (cf. Mt 11, 19; Lc 19, 5-10) y no quiso condenarlos (cf. Jn 8, 11). De este modo, la Iglesia se esfuerza por reproducir en sí, y en el espíritu de sus hijos, la disposición generosa de Jesús, que perdonó y pidió al Padre que perdonara a los que lo habían llevado al suplicio (cf. Lc 23, 34).
Los cristianos saben que no pueden recurrir nunca a la venganza y que, según la respuesta de Jesús a Pedro, deben perdonar todas las ofensas, sin cansarse jamás (cf. Mt 18, 22). Cada vez que recitan el Padre nuestro reafirman su deseo de perdonar. El testimonio del perdón, dado y recomendado por la Iglesia, está ligado a la revelación de la misericordia divina: precisamente para asemejarse al Padre celeste, según la exhortación de Jesús (cf. Lc6, 36-38; Mt 6, 14-15; 18, 33-35), los cristianos se inclinan a la indulgencia, a la comprensión y a la paz. Con esto no descuidan la justicia, que nunca se debe separar de la misericordia.
6. La caridad se manifiesta también en el respeto y en la estima hacia toda persona humana, que la Iglesia quiere practicar y recomienda practicar. Ha recibido la misión de difundir la verdad de la revelación y dar a conocer el camino de la salvación, establecido por Cristo. Pero, siguiendo a Jesucristo, dirige su mensaje a hombres que, como personas, reconoce libres, y les desea el pleno desarrollo de su personalidad, con la ayuda de la gracia. En su obra, por tanto, toma el camino de la persuasión, del diálogo, de la búsqueda común de la verdad y del bien; y, aunque se mantiene firme en su enseñanza de las verdades de fe y de los principios de la moral, se dirige a los hombres proponiéndoselos, más que imponiéndoselos, respetuosa y confiada en su capacidad de juicio.
7. La caridad requiere, asimismo, una disponibilidad para servir al prójimo. Y en la Iglesia de todos los tiempos siempre han sido muchos los que se dedican a este servicio. Podemos decir que ninguna sociedad religiosa ha suscitado tantas obras de caridad como la Iglesia: servicio a los enfermos, a los minusválidos, servicio a los jóvenes en las escuelas, a las poblaciones azotadas por desastres naturales y otras calamidades, ayuda a toda clase de pobres y necesitados. También hoy se repite este fenómeno, que a veces parece prodigioso: a cada nueva necesidad que va apareciendo en el mundo responden nuevas iniciativas de socorro y de asistencia por parte de los cristianos que viven según el espíritu del Evangelio. Es una caridad testimoniada en la Iglesia, a menudo, con heroísmo. En ella son numerosos los mártires de la caridad. Aquí recordamos sólo a Maximiliano Kolbe, que se entregó a la muerte para salvar a un padre de familia.
8. Debemos reconocer que, al ser la Iglesia una comunidad compuesta también por pecadores, no han faltado a lo largo de los siglos las transgresiones al mandamiento del amor. Se trata de faltas de individuos y de grupos, que se adornaban con el nombre cristiano, en el plano de las relaciones recíprocas, sea de orden interpersonal, sea de dimensión social e internacional. Es la dolorosa realidad que se descubre en la historia de los hombres y de las naciones, y también en la historia de la Iglesia. Conscientes de la propia vocación al amor, a ejemplo de Cristo, los cristianos confiesan con humildad y arrepentimiento esas culpas contra el amor, pero sin dejar de creer en el amor, que, según san Pablo, «todo lo soporta» y «no acaba nunca» (1 Co 13, 7-8). Pero, aunque la historia de la humanidad y de la Iglesia misma abunda en pecados contra la caridad, que entristecen y causan dolor, al mismo tiempo se debe reconocer con gozo y gratitud que en todos los siglos cristianos se han dado maravillosos testimonios que confirman el amor, y que muchas veces -como hemos recordado- se trata de testimonios heroicos.
El heroísmo de la caridad de las personas va acompañado por el imponente testimonio de las obras de caridad de carácter social. No es posible hacer aquí un elenco de las mismas, aún sucinto. La historia de la Iglesia, desde los primeros tiempos cristianos hasta hoy, está llena de este tipo de obras. Y, a pesar de ello, la dimensión de los sufrimientos y de las necesidades humanas rebasa siempre las posibilidades de ayuda. Ahora bien, el amor es y sigue siendo invencible (omnia vincit amor), incluso cuando da la impresión de no tener otras armas, fuera de la confianza indestructible en la verdad y en la gracia de Cristo.
9. Podemos resumir y concluir con una aseveración, que encuentra en la historia de la Iglesia, de sus instituciones y de sus santos, una confirmación que podríamos definir experimental: la Iglesia, en su enseñanza y en sus esfuerzos por alcanzar la santidad, siempre ha mantenido vivo el ideal evangélico de la caridad; ha suscitado innumerables ejemplos de caridad, a menudo llevada hasta el heroísmo; ha producido una amplia difusión del amor en la humanidad; está en el origen, más o menos reconocido, de muchas instituciones de solidaridad y colaboración social que constituyen un tejido indispensable de la civilización moderna; y, finalmente, ha progresado y sigue siempre progresando en la conciencia de las exigencias de la caridad y en el cumplimiento de las tareas que esas exigencias le imponen: todo esto bajo el influjo del Espíritu Santo, que es Amor eterno e infinito.
Saludos
Amadísimos hermanos y hermanas:
Deseo ahora dar mi más cordial bienvenida a los peregrinos y visitantes de los diversos países de América Latina y de España. En particular, al grupo de Generales españoles del Estado Mayor así como a la peregrinación procedente de Venezuela y a los grupos de Barcelona y Pamplona.
A todos imparto con afecto la bendición apostólica.
¡Alabado sea Jesucristo!
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