Audiencia general del 30 de noviembre de 1994
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERALMiércoles 30 de noviembre de 1994
La pobreza evangélica condición esencial de la vida consagrada
1. En el mundo contemporáneo, donde es tan estridente el contraste entre las formas antiguas y nuevas de codicia y las experiencias de inaudita miseria que viven enormes sectores de la población, aparece cada vez con mayor claridad, ya en el plano sociológico, el valor de la pobreza elegida libremente y practicada con coherencia. Además, desde el punto de vista cristiano, la pobreza ha sido considerada siempre una condición de vida que facilita seguir a Cristo en el ejercicio de la contemplación, de la oración y de la evangelización. Es importante para la Iglesia que numerosos cristianos hayan tomado una conciencia más viva del amor de Cristo a los pobres y sientan la urgencia de llevarles su ayuda. Pero también es verdad que las condiciones de la sociedad contemporánea muestran con mayor crudeza la distancia que existe entre el Evangelio de los pobres y un mundo a menudo tan obsesionado por perseguir los intereses relacionados con la avidez de la riqueza, convertida en ídolo que domina toda la vida. Por esta razón, la Iglesia siente cada vez más fuerte el impulso del Espíritu a ser pobre entre los pobres, a recordar a todos la necesidad de conformarse con el ideal de pobreza predicada y practicada por Cristo, y a imitarlo en su amor sincero y concreto a los pobres.
2. En especial, en la Iglesia se ha reavivado y consolidado la conciencia de la posición de frontera que los religiosos y todos los que quieren seguir a Cristo en la vida consagrada, tienen en este campo de los valores evangélicos, llamados como están a reflejar en sí mismos y a testimoniar al mundo la pobreza del Maestro y su amor a los pobres. Él mismo unió el consejo de pobreza tanto a la exigencia de despojarse personalmente del estorbo de los bienes terrenos para obtener el bien celestial, como a la caridad hacia los pobres: «Anda, cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y sígueme» (Mc 10, 21).
Jesús, al pedirle esta renuncia, ponía al joven rico una condición previa para seguirlo, que comportaba la participación más íntima en el despojo de la Encarnación. Pablo recordará esto a los cristianos de Corinto, para alentarlos a ser generosos con los pobres, poniéndoles el ejemplo de aquel que «siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza» (2Co 8, 9). Santo Tomás comenta: Jesús «defendió la pobreza material para darnos a nosotros las riquezas espirituales» (Summa Theol, III, q. 40, a. 3). Todos los que, acogiendo su invitación, siguen voluntariamente el camino de la pobreza, que él inauguró, son llevados a enriquecer espiritualmente la humanidad. Lejos de añadir simplemente su pobreza a la de los otros pobres que viven en el mundo, están llamados a proporcionarles la verdadera riqueza, que es de orden espiritual. Como he escrito en la exhortación apostólica Redemptionis donum, Cristo «es el maestro y el portavoz de la pobreza que enriquece» (n. 12).
3. Si contemplamos a este Maestro, aprendemos de él el verdadero sentido de la pobreza evangélica y la grandeza de la vocación a seguirlo por el camino de esa pobreza. Y, ante todo, vemos que Jesús vivió verdaderamente como pobre. Según san Pablo, él, Hijo de Dios, abrazó la condición humana como una condición de pobreza, y en esta condición humana siguió una vida de pobreza. Su nacimiento fue el de un pobre, como indica el establo donde nació y el pesebre donde lo puso su madre. Durante treinta años vivió en una familia en la que José se ganaba el pan diario con su trabajo de carpintero, trabajo que después él mismo compartió (cf. Mt 13, 55; Mc 6, 3). En su vida pública pudo decir de sí: «El Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Lc 9, 58), para indicar su entrega total a la misión mesiánica en condiciones de pobreza. Y murió como esclavo y pobre, despojado literalmente de todo, en la cruz. Había elegido ser pobre hasta el fondo.
4. Jesús proclamó las bienaventuranzas de los pobres: «Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios» (Lc 6, 20). A este respecto, hay que recordar que ya en el antiguo Testamento se había hablado de los «pobres del Señor» (cf. Sal 74, 19; 149, 4 s), objeto de la benevolencia divina (cf. Is 49, 13; 66, 2). No se trataba simplemente de personas que se hallaban en un estado de indigencia, sino más bien de personas humildes que buscaban a Dios y se ponían con confianza bajo su protección. Estas disposiciones de humildad y confianza aclaran la expresión que emplea el evangelista Mateo en la versión de las bienaventuranzas: «Bienaventurados los pobres de espíritu» (Mt 5, 3). Son pobres de espíritu todos los que no ponen su confianza en el dinero o en los bienes materiales, sino que, por el contrario, se abren al reino de Dios. Pero es precisamente éste el valor de la pobreza que Jesús alaba y aconseja como opción de vida, que puede incluir una renuncia voluntaria a los bienes, y precisamente en favor de los pobres. Es un privilegio de algunos ser elegidos y llamados por él para seguir este camino.
5. Sin embargo, Jesús afirma que todos necesitan hacer una opción fundamental acerca de los bienes de la tierra: liberarse de su tiranía. Nadie -dice- puede servir a dos señores. O se sirve a Dios o se sirve al dinero (cf. Lc 16, 13; Mt 6, 24). La idolatría de mammona, o sea del dinero, es incompatible con el servicio a Dios. Jesús nos hace notar que los ricos se apegan más fácilmente al dinero (llamado con el término arameo mammona, que significa tesoro), y les resulta difícil dirigirse a Dios: «¡Qué difícil es que los que tienen riquezas entren en el reino de Dios! Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja, que el que un rico entre en el reino de Dios» (Lc 18, 24-25; cf. par.).
Jesús advierte acerca del doble peligro de los bienes de la tierra, a saber, que con la riqueza el corazón se cierre a Dios, y se cierre también al prójimo, como se ve en la parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro (cf. Lc 16, 19-31). Sin embargo, Jesús no condena de modo absoluto la posesión de los bienes terrenos: le apremia más bien recordar a quienes los poseen el doble mandamiento del amor a Dios y del amor al prójimo. Pero, a quien puede y quiere comprenderlo, pide mucho más.
6. El Evangelio es claro sobre este punto: Jesús, a quienes llamaba e invitaba a seguirlo, pedía que compartieran su misma pobreza mediante la renuncia a lo bienes, fueran pocos o muchos. Ya hemos citado su invitación al joven rico: «Cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres» (Mc 10, 21). Era una exigencia fundamental, repetida muchas veces, aunque se tratara de dejar la casa o los campos (cf. Mc 10, 29; par.), o la barca (cf. Mt 4, 22) o incluso todo: «Cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío» (Lc 14, 33). A sus discípulos, es decir, a los llamados a seguirlo mediante la entrega total de sí mismos, Jesús les decía: «Vended vuestros bienes y dad limosna» (Lc 12, 33).
7. Esta pobreza se pide a quienes aceptan seguir a Cristo en la vida consagrada. Su pobreza se concreta también en un hecho jurídico, como recuerda el Concilio, que puede tener diversas expresiones: desde la renuncia radical a la propiedad de bienes, como en las antiguas órdenes mendicantes y como se admite hoy también para los miembros de las otras congregaciones religiosas (cf. decreto Perfectae caritatis, 13), hasta otras formas posibles que el Concilio alienta a buscar (cf. decreto Perfectae caritatis, 13). Lo que importa es que se viva realmente la pobreza como participación en la pobreza de Cristo: «Por lo que atañe a la pobreza religiosa, no basta someterse a los superiores en el uso de los bienes, sino que es menester que los religiosos sean pobres de hecho y de espíritu, teniendo sus tesoros en el cielo (cf. Mt 6, 20)» (cf. decreto Perfectae caritatis, 13).
Los institutos mismos están llamados a brindar un testimonio colectivo de la pobreza. El Concilio, dando nueva autoridad a la voz de numerosos maestros de la espiritualidad y de la vida religiosa, ha subrayado de modo especial que los institutos «eviten [...] toda especie de lujo, de lucro inmoderado y de acumulación de bienes» (cf. decreto Perfectae caritatis, 13). Y añade que su pobreza ha de estar animada por un espíritu de participación entre las diversas provincias y casas, y de generosidad para con las «necesidades de la Iglesia y el sustento de los necesitados» (cf. decreto Perfectae caritatis, 13).
8. Otro punto, que reaparece cada vez más en el desarrollo reciente de las formas de pobreza, se manifiesta en la recomendación del Concilio sobre «la ley común del trabajo» (cf. decreto Perfectae caritatis, 13). Anteriormente existía una opción y una praxis de mendicidad que era signo de pobreza, humildad y caridad benéfica para con los indigentes. Hoy es más bien con su trabajo como los religiosos se procuran lo necesario para su sustento y sus obras. Es una ley de vida y una praxis de pobreza. Abrazarla libre y gozosamente significa aceptar el consejo y creer en la bienaventuranza evangélica de la pobreza. Es el servicio mayor que, bajo este aspecto, los religiosos pueden prestar al Evangelio: testimoniar y practicar el espíritu de abandono confiado en las manos del Padre, como verdaderos seguidores de Cristo, quien vivió ese espíritu, lo enseñó y lo dejó como herencia a la Iglesia.
Saludos
Amadísimos hermanos y hermanas:
Me es grato saludar ahora a todas las personas de lengua española que participan en esta audiencia, especialmente a las Religiosas de la Compañía de Santa Teresa de Jesús: que el curso de formación que realizáis os sirva para continuar viviendo con fidelidad el carisma de San Enrique de Ossó.
Igualmente doy mi bienvenida al grupo de peregrinos de México y a los de los otros países de América Latina.
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