Audiencia general del 5 de febrero de 1992
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 5 de febrero de 1992
La Iglesia-comunión en el período que siguió a Pentecostés
(Lectura:
Hechos de los Apóstoles, capítulo 2, versículos 44-47)
1. Los primeros rasgos de la comunidad que se iba convertir en la Iglesia se encuentran ya antes de Pentecostés. La «communio ecclesialis» se formó siguiendo las recomendaciones hechas directamente por Jesús, antes de su ascensión al cielo, en espera de la venida del Paráclito. Aquella comunidad ya poseía los elementos fundamentales que, después de la venida del Espíritu Santo, se consolidaron aún más y cobraron relieve. Los Hechos de los Apóstoles nos dicen: «Acudían asiduamente a la enseñanza de los Apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones» (Hch 2, 4) y también: «La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma» (Hch 4, 32). Estas últimas palabras expresan, tal vez, de modo más claro y más concreto el contenido de la koinonia, o comunión eclesial. La enseñanza de los Apóstoles, la oración en común -también en el templo de Jerusalén (cf. Hch 2, 46)- contribuían a esa unidad interior de los discípulos de Cristo: «un solo corazón y una sola alma».
2. Con vistas a esa unidad, un momento muy importante era la oración, alma de la comunión, de manera especial en las situaciones difíciles. Así, leemos que Pedro y Juan, después de haber sido puestos en libertad por el Sanedrín, «vinieron a los suyos y les contaron todo lo que les habían dicho los sumos sacerdotes y ancianos. Al oírlo, todos a una elevaron su voz a Dios y dijeron: "Señor, tú que hiciste el cielo y la tierra, el mar y todo lo que hay en ellos"...» (Hch 4, 23-24). «Acabada su oración, retembló el lugar donde estaban reunidos, y todos quedaron llenos del Espíritu Santo y predicaban la palabra de Dios con valentía» (Hch 4, 31). El Consolador, como se ve, respondía también de modo inmediato a la oración de la comunidad apostólica. Era casi un coronamiento constante de Pentecostés.
Dicen también los Hechos: «Acudían al templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón» (Hch 2, 46). Aunque también en ese tiempo el templo de Jerusalén era el lugar de oración, celebraban la Eucaristía «por las casas», uniéndola a una alegre comida en común.
El sentido de la comunión era tan intenso que impulsaba a cada uno a poner sus propios bienes materiales al servicio de las necesidades de todos: «Nadie consideraba como propiedad suya lo que le pertenecía, sino que todo era común entre ellos». Eso no significa que tuviesen como principio el rechazo de la propiedad personal (privada); sólo indica una gran sensibilidad fraterna frente a las necesidades de los demás, como lo demuestran las palabras de Pedro en el incidente con Ananías y Safira (cf. Hch 5, 4).
Lo que se deduce claramente de los Hechos, y de otras fuentes neotestamentarias, es que la Iglesia primitiva era una comunidad que impulsaba a sus miembros a compartir unos con otros los bienes de que disponían, especialmente en favor de los más pobres.
3. Eso vale aún más con respecto al tesoro de verdad recibido y poseído. Se trata de bienes espirituales que debían compartir, es decir, comunicar, difundir, predicar, como enseñan los Apóstoles con el testimonio de su palabra y ejemplo: «No podemos nosotros dejar de hablar de lo que hemos visto y oído» (Hch 4, 20). Por eso hablan, y el Señor confirma su testimonio. En efecto, «por mano de los Apóstoles se realizaban muchas señales y prodigios en el pueblo» (Hch 5, 12).
El apóstol Juan expresará este propósito y este compromiso de los Apóstoles con la declaración que hace en su primera carta: «Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Jn 1, 3). Este texto nos da a entender la conciencia que tenían los Apóstoles, y la comunidad primitiva formada por ellos, sobre la comunión de la que la Iglesia saca su impulso hacia la evangelización, que a su vez sirve para un desarrollo ulterior de la comunidad («communio ecclesialis»).
En el centro de esta comunión, y de la comunión en que se abre, se encuentra Cristo. En efecto, escribe Juan: «(Os anunciamos) lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida, pues la Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó» (1 Jn 1, 1-2). San Pablo, a su vez, escribe a los Corintios: «Fiel es Dios, por quien habéis sido llamados a la comunión con su hijo Jesucristo, Señor nuestro» (1 Co 1, 9).
4. San Juan pone de relieve la comunión con Cristo en la verdad. San Pablo subraya la «comunión en sus padecimientos», concebida y propuesta como comunión con la Pascua de Cristo, comunión en el misterio pascual, o sea, en el «paso» redentor del sacrificio de la cruz a la manifestación del «poder de la resurrección» (Flp 3, 10).
La comunión y la Pascua de Cristo, en la Iglesia primitiva, y en la de siempre, se convierte en fuente de comunión recíproca: «Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él (1 Co 12, 26). De aquí nace la tendencia a compartir los bienes temporales, que san Pablo recomienda dar a los pobres, casi para llevar a cabo una cierta compensación, en la equiparación de amor entre el dar de los que tienen y el recibir de los necesitados: «Vuestra abundancia remedia sus necesidades, para que la abundancia de ellos pueda remediar también vuestra necesidad» (2 Co 8, 14). Como se puede ver, los que dan, según el Apóstol, reciben al mismo tiempo. Y ese proceso no sirve sólo para nivelar la sociedad (cf. 2 Co 8, 14-15), sino también para edificarla comunidad del Cuerpo-Iglesia, que «recibe trabazón y cohesión..., realizando así el crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor» (Ef 4, 16). También mediante ese intercambio la Iglesia se realiza como «communio».
5. La fuente de todo sigue siendo siempre Cristo, en su misterio pascual. Ese «paso» del sufrimiento al gozo fue comparado por Cristo, según el texto de Juan, con los dolores del parto: «La mujer, cuando va a dar a luz, está triste, porque le ha llegado su hora; pero cuando ha dado a luz al niño, ya no se acuerda del aprieto por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo (Jn 16, 21). Este texto puede referirse también al dolor de la Madre de Jesús en el Calvario, como a la mujer que «precede» y resume en sí a la Iglesia en el «paso» del dolor de la Pasión al gozo de la Resurrección. Jesús mismo aplica esa metáfora suya a los discípulos y a la Iglesia: «También vosotros estáis tristes ahora, pero volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y vuestra alegría nadie os la podrá quitar» (Jn 16, 22).
6. Para realizar la «comunión» y alimentar la comunidad congregada en Cristo, interviene siempre el Espíritu Santo, de forma que en la Iglesia siempre se da la «comunión en el Espíritu» (koinonía pnéumatos), como dice san Pablo (cf. Flp 2, 1). Precisamente mediante esta «comunión en el Espíritu», también el compartir los bienes temporales entra en la esfera del misterio y sirve a la institución eclesial, incrementa la comunión y ésta se resuelve en un «crecer en todo hasta Aquel que es la Cabeza, Cristo» (cf. Ef 4, 15).
De Cristo, por él y en él, en virtud del Espíritu vivificante, la Iglesia se realiza como un Cuerpo «que recibe trabazón y cohesión por medio de toda clase de junturas que llevan la nutrición según la actividad propia de cada una de las partes» (Ef 4, 16). De la experiencia de «comunión» de los primeros cristianos, percibida en toda su profundidad, derivó la enseñanza de Pablo sobre la Iglesia como «Cuerpo» de Cristo «Cabeza».
Saludos
Amadísimos hermanos y hermanas:
Deseo ahora saludar muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española, entre los cuales se encuentra un nutrido grupo de jóvenes chilenos, así como los integrantes del equipo de rugby de Lomas de Zamora (Argentina).
A todos imparto con gran afecto la bendición apostólica.
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