Cuarto grupo de obispos españoles, 7 de julio de 1998
DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
AL CUARTO GRUPO DE OBISPOS DE ESPAÑA
EN VISITA «AD LIMINA»
Martes 7 de julio de 1998
Queridos hermanos en el episcopado:
1. Es para mí un motivo de alegría tener este encuentro con ocasión de vuestra visita «ad limina», en la que el Señor nos concede la oportunidad de vivir con renovada intensidad, junto a la tumba de los apóstoles Pedro y Pablo, la experiencia de comunión eclesial en la caridad y de fidelidad a la fe recibida, fortaleciendo el compromiso evangelizador y avivando el ministerio de continuar la misión encomendada por Cristo a los Apóstoles.
Agradezco cordialmente a mons. Carlos Amigo Vallejo, arzobispo de Sevilla, las amables palabras que me ha dirigido, interpretando los sentimientos de afecto y adhesión de todos vosotros, pastores puestos a la cabeza del pueblo de Dios que vive en el levante y sur del suelo peninsular español, así como en las islas Baleares y Canarias. Os saludo a todos cordialmente, a los arzobispos de Sevilla, Valencia y Granada, a los obispos de las respectivas diócesis sufragáneas y a los obispos auxiliares. Como Pastor de toda la Iglesia siento vuestra cercanía y unión «con lazos de unidad, de amor y de paz» (Lumen gentium, 22), os acompaño en vuestros desvelos pastorales como servidores del Evangelio (cf. Lumen gentium, 24. 27) y os aliento a que «no os canséis de hacer el bien» (2 Ts 3, 13).
2. El Evangelio llegó a vuestras tierras ya en los albores del cristianismo, creando comunidades de fe que han compartido la suerte de la Iglesia en las diversas etapas de su itinerario casi bimilenario. Han sentido el calor de la tradición apostólica, acogiendo con gozo su mensaje de salvación; han contribuido con sus concilios particulares a la articulación de la fe y el afianzamiento de un estilo de vida coherente con la verdad profesada; han conocido la persecución y experimentado la zozobra de las desviaciones doctrinales; han sabido vivir calladamente bajo el predominio de otras culturas y creencias y participado al restablecimiento de la fe que originariamente había alentado en su corazón; han asistido de cerca a los grandes movimientos de reforma de la Iglesia y colaborado al gran esfuerzo misionero en la evangelización del nuevo mundo; en fin, han vivido y están viviendo el fascinante momento actual, en el que toda la comunidad eclesial, bajo el impulso dado por el concilio Vaticano II, se siente profundamente comprometida en vivir el evangelio de Cristo con autenticidad y proclamarlo con todo su esplendor a los hombres de hoy.
Las muchas vicisitudes históricas por las que han pasado vuestros pueblos han forjado la tradición de vuestras gentes y han creado un rico patrimonio, que hoy podéis exhibir ante el mundo en tantas obras de arte, cultura y civilización. Esta herencia tiene hondas raíces cristianas, cuya tradición, antiquísima, ha llegado hasta hoy con obras literarias y monumentos que no han de caer en el olvido y que merecen ser estudiados y venerados como don precioso a vuestras Iglesias y a vuestros pueblos.
También habéis heredado abundantes frutos de santidad surgidos en las más dispares circunstancias. De entre ellos no faltan insignes ejemplos de dedicación al ministerio apostólico, que pueden inspirar vuestro quehacer de hoy, como Leandro e Isidoro; Pedro Pascual, obispo mártir de Jaén, Juan de Ávila, patrono del clero español, y el monje jerónimo Hernando de Talavera; el agustino Tomás de Villanueva y el sevillano Juan de Ribera, arzobispos de Valencia y fundadores de sendos colegios para la formación de sacerdotes. Yo mismo, hace pocos años, durante mi primera visita a España, tuve la dicha en Sevilla de proclamar beata a sor Ángela de la Cruz, digna continuadora de la tradición de entrega y caridad cristiana hacia los más desvalidos, que siglos atrás había distinguido a Juan de Dios y Juan Grande.
3. Quisiera en esta ocasión reflexionar con vosotros sobre algunos de los retos más importantes que en este momento os corresponde afrontar para que vuestras comunidades eclesiales, como hicieran antaño, sean también hoy fieles a su «misión de anunciar el reino de Cristo y de Dios, de establecerlo en medio de todas las gentes» (Lumen gentium, 5) y de comunicar a todos la gracia y la verdad de Cristo.
Los actos celebrados en las sedes metropolitanas de vuestras provincias eclesiásticas durante mi citada visita a España tienen, en cierto modo, un significado emblemático, válido también para hoy, y cuyo interés sobrepasa los límites locales en que tuvieron lugar. En Valencia ordené a un gran número de sacerdotes, en Granada tuve un encuentro con los educadores en la fe y en Sevilla beatifiqué, como he dicho, a sor Ángela de la Cruz, ejemplo de caridad cristiana. Estos hechos destacan los aspectos esenciales que caracterizan la Iglesia de todos los tiempos como comunidad que se reúne en torno a Cristo vivo y celebra su presencia, que proclama el Evangelio a todas las gentes y lo infunde en lo más íntimo de sus corazones, y que se distingue por su decidido e incondicional amor a los hermanos (cf. Hch 2, 42-45; Jn 13, 35).
4. La reforma litúrgica ha sido uno de los frutos más visibles y que con mayor entusiasmo han sido acogidos por el pueblo de Dios. En ello hemos de ver no solamente el afán de cambio que parece caracterizar nuestra época o el legítimo deseo de acomodar la celebración de los misterios sagrados a la sensibilidad y cultura de nuestros días. Tras este fenómeno se esconde, en realidad, la aspiración de los creyentes a vivir y expresar su más honda y auténtica identidad de discípulos reunidos en torno a Cristo, presente en medio de ellos de manera inigualable a través de su Palabra y los sacramentos, especialmente la Eucaristía (cf. Sacrosanctum Concilium, 7). De esta manera, no solamente se construye sobre base firme y duradera el edificio de la fe (cf. Lc 6, 48), sino que toda comunidad cristiana se hace consciente de que ha de celebrar el misterio de Cristo, Salvador del género humano, y que ha de anunciarlo y darlo a conocer abiertamente a los hombres de hoy, venciendo la tentación, sentida a veces dentro y fuera de su seno, de atribuir a la Iglesia otras identidades e intereses. En efecto, la Iglesia vive más de lo que recibe de su Señor que de aquello que puede hacer solamente con sus fuerzas. También en este aspecto hemos de reconocer con el Apóstol: «con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo » (2 Co 12, 9).
Por eso, en un ambiente que a veces tiende a trivializar las convicciones más profundas, es particularmente importante educar a los fieles para que sientan la necesidad interior de acercarse con frecuencia a recibir los sacramentos, de participar activamente en las celebraciones litúrgicas y de reunirse el domingo con los otros hermanos para celebrar la Pascua del Señor en el sacramento de la Nueva Alianza. A nadie le ha de faltar para ello el apoyo de la entera comunidad cristiana. A este respecto, es útil recordar que corresponde a los obispos de manera particular el preocuparse «para que el domingo sea reconocido por todos los fieles, santificado y celebrado como verdadero .día del Señor., en el que la Iglesia se reúne para renovar el recuerdo de su misterio pascual con la escucha de la palabra de Dios, la ofrenda del sacrificio del Señor, la santificación del día mediante la oración, las obras de caridad y la abstención del trabajo» (S. Congregación para los obispos, Ecclesiae imago, Directorio para el ministerio pastoral de los obispos, 29 de febrero de 1973, 86).
5. Constato con satisfacción cómo vosotros, junto con los otros obispos de España, tratáis de iluminar desde el Evangelio todos los ámbitos de la vida del hombre y de la sociedad, sin excluir la dimensión moral y social. Este aspecto de vuestro ministerio que, si bien con gran prudencia y sensibilidad, deberéis ejercer siempre sin temor, ha de llegar al corazón mismo de las gentes, de forma que cada creyente pueda experimentar la fuerza transformadora de la fe en su vida cotidiana, expresarla con autenticidad y dar testimonio de ella con eficacia.
La Iglesia, que ha considerado siempre la formación de los fieles como una de las tareas más esenciales de su quehacer, es también consciente de su importancia decisiva en unos momentos en que las circunstancias cambian con vertiginosa rapidez, poniendo cada día nuevos interrogantes con los cuales ha de confrontarse la fe de los creyentes. Como dije en Granada, «una minoría de edad cristiana y eclesial no puede soportar las embestidas de una sociedad crecientemente secularizada» (Homilía en la celebración de la Palabra con los educadores en la fe, Granada, 5 de noviembre de 1982, 3).
Vosotros, pastores en una tierra que ha dado a la Iglesia y a la sociedad eximias figuras en el campo de la educación, sabéis muy bien que, en la vida como en la fe, nunca se termina de aprender, por lo que es preciso fomentar continuamente la formación cristiana no solamente de los niños y los jóvenes, sino también de los mayores y de las familias, de cada persona y de los grupos, según su propio carisma y vocación, sin olvidar a los mismos educadores y sacerdotes, que también peregrinan en este mundo como permanentes discípulos del Señor.
A éstos os debéis muy particularmente, porque son vuestros más inmediatos colaboradores en la misión pastoral. Ellos os necesitarán en muchas ocasiones, especialmente en los primeros años de su ministerio, no sólo como maestros y guías en la atención al pueblo de Dios, sino también como padres a los que se confían las propias aspiraciones y dificultades, recibiendo de ellos comprensión y aliento para desempeñar el ministerio sacerdotal. Ellos aprenderán de vosotros, a su vez, a sentirse cercanos a las necesidades y preocupaciones de los fieles, a quienes han de entregarse como verdaderos pastores que conocen a cada uno por su nombre (cf. Jn 10, 3).
6. La creatividad, la fina sensibilidad y la rica capacidad expresiva de vuestras gentes es un factor positivo a la hora de encaminarlas al encuentro con Dios, misterio indecible que con frecuencia se hace asequible a través de imágenes, gestos y signos. Sé bien que este aspecto de la religiosidad popular ocupa un lugar importante en vuestra solicitud pastoral y os animo a continuar vuestros esfuerzos con el fin de que, como en la pedagogía divina, las palabras acompañen a los gestos, de modo que se manifieste más claramente la presencia y la voluntad de Dios (cf. Dei Verbum, 2).
Es importante, en efecto, que la expresión religiosa sirva para profundizar en la fe, y ésta ilumine todos los aspectos de la vida de los creyentes, haciéndolos cada día más conscientes de que han de crecer como piedras vivas que construyen el templo de Dios en este mundo (cf. 1 P 2, 5). Por ello se ha de procurar que todo grupo eclesial, como las hermandades y cofradías, sean ámbitos propicios para la formación cristiana de sus miembros y cauce de su plena integración en la vida de la comunidad eclesial, participando en la celebración de los sacramentos, principalmente de la Eucaristía, estando unidos a sus pastores, colaborando con ellos en el marco de la pastoral de conjunto y promoviendo incesantemente el compromiso de caridad y solidaridad que es característico de una comunidad verdaderamente cristiana y fraterna. En efecto, el mismo concilio Vaticano II ha recordado cuáles son los objetivos de la educación cristiana: hacer que todo bautizado llegue a adorar a Dios Padre en el espíritu y en verdad, ante todo en la acción litúrgica, viva según el hombre nuevo en justicia y en santidad, contribuya al crecimiento del Cuerpo místico, dé testimonio de su esperanza y promueva los más preciados valores del hombre y de la sociedad (cf. Gravissimum educationis, 2). De este modo podemos esperar que los fieles laicos, a quienes se reconoce su valor y plena dignidad en la Iglesia, asuman también un mayor compromiso en las tareas propias de una comunidad cristiana que vive intensamente el Evangelio, lo anuncia con valentía y lleva sus valores a todos los ámbitos de la existencia humana personal y social.
7. En los planes de preparación para el gran jubileo del año 2000 los obispos españoles habéis acogido plenamente el objetivo señalado para los cristianos de todo el mundo, en el que se incluye «la acogida del prójimo, especialmente del más necesitado» (Tertio millennio adveniente, 42). Esta es una de las grandes preocupaciones de la Iglesia en nuestros días y atañe a muchos de vosotros de manera particular, porque habéis comprobado entre vuestras gentes los efectos devastadores de una concepción del hombre «sólo como productor y consumidor de mercancías, o bien como objeto de la administración del Estado» (Centesimus annus, 49). A la difícil situación de los hombres del campo o del mar, se han añadido otras más recientes y no menos dramáticas, de modo que, como el buen samaritano (cf. Lc 10, 29 ss), la Iglesia encuentra en su camino también al desempleado, al joven de esperanza derruida, mecido en la trivialidad o devastado por la droga, al emigrante que llega de otras tierras, a mujeres despreciadas, niños sin amparo y hombres privados de su dignidad. No dejéis que ninguno de vuestros fieles y comunidades permanezca insensible ante estas realidades que son una llamada constante de atención frente a tantas proclamaciones como se hacen en una sociedad que parece sentirse satisfecha y pagada de sus logros. Es necesario dar testimonio convincente de Cristo, que ha venido «para dar la buena nueva a los pobres y anunciar el año de gracia del Señor» (cf. Lc 4, 18-19), con palabras y con hechos, que no dejen nada por intentar, desde la caridad «de urgencia » en aquellos casos en que sea necesaria, a las reformas de carácter más institucional que vayan creando un entramado social más justo y solidario.
En estos momentos de la historia vuestras Iglesias están llamadas a ser el umbral de una Europa en la que se perfilan nuevos escenarios sociales y políticos, lo que os confiere la gran responsabilidad de ser también puerta de acogida para otros pueblos y de dar ejemplo de generosidad, sabiendo compartir fraternalmente el pan con quienes llegan a vuestras tierras en busca de una nueva esperanza.
8. Quiero concluir este coloquio fraterno pidiéndoos que llevéis mi saludo afectuoso a todos los miembros de vuestras Iglesias particulares: a los sacerdotes y a las comunidades religiosas; a los catequistas y cristianos comprometidos en el apostolado; a los jóvenes y a los padres; a los ancianos, a los enfermos y a los que sufren. Quiera Dios que las raíces cristianas de vuestros pueblos infundan en todos una esperanza viva y un dinamismo nuevo, que les lleve a superar las dificultades del momento presente y asegure un porvenir de creciente progreso espiritual y humano. De manera especial, decid a vuestros sacerdotes, personas consagradas, demás agentes de pastoral y seminaristas, que el Papa les agradece sus trabajos por el Señor y por la causa del Evangelio, y que espera y tiene confianza en su fidelidad.
A la Virgen María, nuestra madre celestial, que vuestros pueblos engalanan y a la que con tanto fervor invocan vuestras gentes, encomiendo vuestras personas e intenciones pastorales, para que llevéis a cabo la tarea de una nueva evangelización que prepare los corazones a la venida del Señor.
Con estos deseos os acompaña mi plegaria y con afecto os imparto la bendición apostólica.
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