Encuentro ecuménico en la iglesia de San José de Nueva York, 18 de abril de 2008
VIAJE APOSTÓLICO
A LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA
Y VISITA A LA SEDE
DE LA ORGANIZACIÓN DE LA NACIONES UNIDAS
ENCUENTRO ECUMÉNICO
DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
Iglesia de San José, Nueva York
Viernes 18 de abril de 2008
Queridos hermanos y hermanas en Cristo:
Mi corazón rebosa de agradecimiento a Dios, “Padre de todo, que lo trasciende todo, y lo penetra todo, y lo invade todo” (Ef 4,6), por esta feliz oportunidad de encontrarme esta tarde rezando con ustedes. Agradezco al Obispo Dennis Sullivan su cordial bienvenida, y saludo con afecto a todos los representantes de las comunidades cristianas diseminadas por los Estados Unidos. La paz de nuestro Señor y Salvador esté con todos ustedes.
Por medio de ustedes quisiera expresar mi sincero aprecio por la obra inestimable de todos los que están implicados en el ecumenismo: el National Council of Churches, el Christian Churches Together, el Catholic Bishops’s Secretariat for Ecumenical and Interreligious Affairs, y otros muchos. La aportación ofrecida al movimiento ecuménico por los cristianos de los Estados Unidos es notoria en todo el mundo. Les aliento a todos a perseverar, confiando siempre en la gracia de Cristo resucitado, al que nos esforzamos en servir para obtener “la obediencia de la fe… para gloria de su nombre” (cf. Rm 1,5).
Acabamos de escuchar el texto de la Escritura en el que Pablo, “el prisionero por Cristo”, formula una vehemente invitación a los miembros de la comunidad cristiana de Éfeso: “Les ruego, escribe, que anden como pide la vocación a la que han sido convocados… esforzándose en mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz” (Ef 4,1-3). Por tanto, al final de su apasionada invitación a la unidad, Pablo recuerda a sus lectores que Jesús, una vez ascendido al cielo, ha derramado sobre los hombres todos los dones necesarios para la edificación del Cuerpo de Cristo (cf. Ef 4,11-13).
Hoy la exhortación de Pablo resuena con mayor fuerza. Sus palabras nos infunden la certeza de que el Señor no nos abandonará jamás en la búsqueda de la unidad. Nos invitan, además, a vivir de modo que podamos dar testimonio “pensando y sintiendo lo mismo” (cf. Hch 4,32), que ha sido siempre la característica de la koinonia cristiana (cf. Hch 2,42), y la fuerza que atrae a los que están fuera para entrar a formar parte de la comunidad de los creyentes, y que también ellos puedan compartir la “riqueza insondable que es Cristo” (Ef 3,8).
La globalización ha colocado a la humanidad entre dos extremos. Por una parte, el sentido creciente de interrelación e interdependencia entre los pueblos, incluso cuando, hablando en términos geográficos y culturales, están distantes unos de otros. Esta nueva situación ofrece la posibilidad de mejorar el sentido de la solidaridad global y compartir responsabilidades para el bien de la humanidad. Por otra parte, no se puede negar que las rápidas mutaciones que suceden en el mundo presentan también algunos signos desagradables de fragmentación y de repliegue en el individualismo. El uso cada vez más extendido de la electrónica en el mundo de las comunicaciones ha comportado paradójicamente un aumento del aislamiento. Muchos, jóvenes incluidos, buscan por esta razón formas más auténticas de comunidad. También es fuente de grave preocupación la difusión de la ideología secularista, que socava e incluso rechaza la verdad trascendente. La misma posibilidad de una revelación divina, y por tanto de la fe cristiana, se ha puesto a menudo en discusión por tendencias de pensamiento muy difundidas en los ambientes universitarios, en los medios de comunicación y en la opinión pública. Por estas razones, es necesario más que nunca un testimonio fiel del Evangelio. Se pide a los cristianos que den razón de su esperanza con claridad (cf. 1 Pe 3,15).
Con mucha frecuencia los no cristianos, al ver la fragmentación de las comunidades cristianas, quedan confundidos con razón sobre el mensaje mismo del Evangelio. A veces las creencias y comportamientos cristianos fundamentales son modificados dentro de las comunidades por las así llamadas “acciones proféticas”, basadas en una hermenéutica no siempre en consonancia con la Escritura y la Tradición. Como consecuencia, las comunidades renuncian a actuar como un cuerpo unido, y prefieren en cambio actuar según el principio de “las opciones locales”. En este proceso, se pierde la necesidad de una koinonia diacrónica —la comunión con la Iglesia de todos los tiempos— precisamente en el momento en el que el mundo ha perdido su orientación y necesita testimonios comunes y convincentes del poder salvador del Evangelio (cf. Rm 1,18-23).
Frente a estas dificultades, en primer lugar, debemos recordarnos que la unidad de la Iglesia deriva de la perfecta unidad de Dios uno y trino. El Evangelio de Juan nos dice que Jesús ha rogado al Padre para que sus discípulos sean uno, “como tú… en mí y yo en ti” (cf. Jn 17,21). Este pasaje refleja la firme convicción de la comunidad cristiana primitiva de que su unidad era fruto y reflejo de la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Esto, a su vez, muestra que la cohesión recíproca de los creyentes se fundaba en la plena integridad de la confesión de su credo (cf. 1 Tm 1,3-11). En todo el Nuevo Testamento vemos cómo los Apóstoles fueron llamados reiteradamente a dar razón de su fe, tanto ante los gentiles (cf. Hch 17,16-34) como ante los judíos (cf. Hch 4,5-22; 5,27-42). El núcleo central de su argumentación fue siempre el hecho histórico de la resurrección corporal del Señor de la tumba (Hch 2,24-32; 3,15; 4,10; 5,30; 10,40; 13,30). La eficacia última de su predicación no dependía de “palabras rebuscadas” o de “sabiduría humana” (1 Co 2,13), sino más bien de la acción del Espíritu (Ef 3,5), que confirmaba el testimonio autorizado de los Apóstoles (cf. 1 Co 15,1-11). El núcleo de la predicación de Pablo y de la Iglesia de los orígenes no fue otro que Jesucristo, y “éste, crucificado” (1 Co 2,2). Y esta proclamación debía de ser garantizada por la pureza de la doctrina normativa expresada en las fórmulas de fe, los símbolos, que articulaban la esencia de la fe cristiana y constituían el fundamento de la unidad de los bautizados (cf. 1 Co 15,3-5; Ga 1,6-9; Unitatis redintegratio, 2).
Mis queridos amigos, la fuerza del kerigma no ha perdido nada de su dinamismo interior. Sin embargo, debemos preguntarnos si no se ha atenuado toda su fuerza por una aproximación relativista a la doctrina cristiana similar a la que encontramos en las ideologías secularizadas, que, al sostener que solamente la ciencia es “objetiva”, relegan completamente la religión a la esfera subjetiva del sentimiento del individuo. Los descubrimientos científicos y sus realizaciones a través del ingenio humano ofrecen a la humanidad sin duda nuevas posibilidades de mejora. Esto no significa, sin embargo, que lo que “puede ser conocido” ha de limitarse a lo que es verificable empíricamente, ni que la religión esté confinada al reino cambiante de la “experiencia personal”.
La aceptación de esta línea errónea de pensamiento conduciría a los cristianos a la conclusión de que en la exposición de la fe cristiana no es necesario subrayar la verdad objetiva, porque no hay más que seguir la propia conciencia y escoger la comunidad que más concuerde con los propios gustos personales. El resultado de esto se puede observar en la continua proliferación de comunidades, que con frecuencia evitan estructuras institucionales y minimizan la importancia de la vida cristiana en el contexto doctrinal.
También en el movimiento ecuménico, los cristianos se muestran reacios a afirmar el papel de la doctrina por temor a que esto sirva sólo para exacerbar, más que para curar, las heridas de la división. A pesar de esto, un testimonio claro y convincente de la salvación que Cristo Jesús ha realizado en favor nuestro debe basarse en la noción de una enseñanza apostólica normativa, esto es, una enseñanza que realmente subraye la palabra inspirada de Dios y sustente la vida sacramental de los cristianos de hoy.
Solamente “manteniéndose firmes” en la enseñanza segura (cf. 2 Ts 2,15) lograremos responder a los retos que nos asaltan en un mundo cambiante. Sólo así daremos un testimonio firme de la verdad del Evangelio y de su enseñanza moral. Éste es el mensaje que el mundo espera oír de nosotros. Igual que los primeros cristianos, tenemos la responsabilidad de dar un testimonio transparente de las “razones de nuestra esperanza”, de manera que los ojos de todos los hombres de buena voluntad se abran para ver que Dios ha manifestado su rostro (cf. 2 Co 3,12-18) y nos ha permitido acceder a su vida divina a través de Jesucristo. Sólo Él es nuestra esperanza. Dios ha revelado su amor a todos los pueblos mediante el misterio de la pasión y muerte de su Hijo, y nos ha llamado a proclamar que ha resucitado verdaderamente, que está sentado a la diestra del Padre y que “de nuevo vendrá en la gloria a juzgar a vivos y muertos” (Credo niceno).
Que la palabra de Dios que hemos escuchado esta tarde inflame de esperanza nuestros corazones en el camino de la unidad (cf. Lc 24,32). Que este encuentro de oración sea un ejemplo de la centralidad de la plegaria en el movimiento ecuménico (cf. Unitatis redintegratio, 8); pues, sin plegaria, las estructuras, las instituciones y los programas ecuménicos quedarían despojados de su corazón y de su alma. Demos gracias a Dios por los progresos realizados por la acción del Espíritu, y reconozcamos con gratitud los sacrificios espirituales ofrecidos por tantos como están presentes y por cuantos nos han precedido.
Caminando tras sus huellas y poniendo la confianza sólo en Dios, espero que —haciendo mías las palabras del Padre Paul Wattson— alcanzaremos la “unidad de esperanza, de fe y de amor”, la única que puede convencer al mundo de que Jesucristo es el enviado del Padre para la salvación de todos.
Gracias a todos.
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