Octavo grupo de obispos de Estados Unidos, 13 de junio de 1998
DISCURSO DE SUS SANTIDAD JUAN PABLO II
AL OCTAVO GRUPO DE OBISPOS DE ESTADOS UNIDOS
EN VISITA «AD LIMINA»
Sábado 13 de junio
Queridos hermanos en el episcopado:
1. Con ocasión de vuestra visita ad limina, os doy mi cordial bienvenida a vosotros, pastores de la Iglesia en la región eclesiástica de Saint Louis, Omaha, Dubuque y Kansas City. A través de vosotros, saludo a los sacerdotes, religiosos y fieles laicos de vuestras diócesis: «Gracia, misericordia y paz de parte de Dios Padre y de Cristo Jesús, Señor nuestro» (1 Tm 1, 2). Continuando el tema de estas conversaciones ad limina, deseo dedicar hoy mis reflexiones a la realidad de la vida consagrada en las Iglesias que vosotros y vuestros hermanos en el episcopado presidís en la caridad y en el servicio pastoral. Estas breves reflexiones no pretenden ser una presentación completa de la vida consagrada; tampoco afrontan todas las cuestiones prácticas que se plantean en vuestras relaciones con los religiosos. Más bien, quiero sosteneros en vuestro ministerio de sucesores de los Apóstoles, que se extiende también a las personas consagradas que viven y trabajan en vuestras diócesis.
En particular, deseo expresar mi estima, gratitud y aliento a las mujeres y a los hombres que, mediante la observancia de los consejos evangélicos, reproducen en la Iglesia la forma que el Hijo encarnado de Dios asumió durante su vida terrena (cf. Vita consecrata, 14). Con su consagración y su vida fraterna, dan testimonio de la nueva creación inaugurada por Cristo y hecha posible en nosotros mediante la fuerza del Espíritu Santo. Con su oración y su sacrificio, sostienen la fidelidad de la Iglesia a su misión salvífica. Con su solidaridad hacia los pobres, imitan la compasión de Jesús y su amor a la justicia. Con sus apostolados intelectuales, sirven a la proclamación del Evangelio en el centro de las culturas del mundo. Al dedicar su vida a las tareas más arduas, innumerables hombres y mujeres consagrados en Estados Unidos y en todo el mundo testimonian la supremacía de Dios y el significado último de Jesucristo para la vida humana. Muchos de ellos desempeñan tareas misioneras, especialmente en América Latina, África y Asia, y recientemente algunos han dado el testimonio supremo, derramando su sangre por el Evangelio. El testimonio de las personas consagradas hace realidad en medio del pueblo de Dios el espíritu de las bienaventuranzas, el valor del gran mandamiento del amor a Dios y del amor al prójimo. En suma, las personas consagradas están en el centro del misterio de la Iglesia, la Esposa que responde con todo su ser al amor infinito de Cristo. Los obispos no podemos menos de alabar incesantemente a Dios y de agradecerle este don concedido a su Iglesia.
2. El don de la vida consagrada forma parte de la solicitud pastoral del Sucesor de Pedro y de los obispos. La indivisibilidad del ministerio pastoral de los obispos significa que tienen la específica responsabilidad de velar por todos los carismas y todas las vocaciones, y esto se traduce en deberes específicos sobre la vida consagrada, tal como existe en cada Iglesia particular (cf. Mutuae relationes, 9). Por su parte, los institutos religiosos deberían esforzarse por establecer una cooperación cordial y efectiva con los obispos (cf. ib., 13), que por institución divina han sucedido a los Apóstoles como pastores de la Iglesia, de modo que quien los escucha, escucha a Cristo (cf. Lc 10, 16; Lumen gentium, 20). La nueva primavera que la Iglesia espera con confianza debe ser también un tiempo de renovación e incluso renacimiento de la vida consagrada. Las semillas de renovación ya están dando muchos frutos, y los nuevos institutos de vida consagrada, que ahora toman su lugar, junto a los más antiguos, dan testimonio de la importancia y del interés constantes de la entrega total de sí al Señor, de acuerdo con los carismas de sus fundadores y fundadoras.
3. Durante un período considerable, la vida religiosa en Estados Unidos se ha caracterizado por cambios y adaptaciones, como pidió el concilio Vaticano II y quedó codificado en el Código de derecho canónico y otros documentos magisteriales. No ha sido un tiempo fácil, pues una renovación tan compleja y con consecuencias tan amplias, que implicó a tantas personas, no podía llevarse a cabo sin muchos esfuerzos y tensiones. No siempre ha sido fácil lograr un equilibrio adecuado entre los cambios necesarios y la fidelidad a la experiencia espiritual y canónica, que había llegado a ser parte estable y fecunda de la tradición viva de la Iglesia. Todo esto ha causado a veces sufrimiento, tanto a los religiosos como a comunidades enteras; sufrimiento que, en algunos casos, ha creado nuevas ideas y nuevos compromisos, pero que en otros ha producido desilusión y desaliento.
Desde el comienzo de mi pontificado he procurado animar a los obispos a invitar a las comunidades religiosas a un diálogo de fe y de fidelidad, con el fin de ayudar a los religiosos a vivir plenamente su vocación eclesial. A lo largo de los años, muchas veces he examinado junto con los mismos religiosos, así como con los obispos y otras personas interesadas, la situación de la vida religiosa en vuestro país. En todas las iniciativas tomadas a este respecto he querido, por una parte, afirmar la responsabilidad personal y colegial que compete a los obispos con respecto a la vida religiosa, dado que son los primeros responsables de la santidad, de la doctrina y de la misión de la Iglesia; y, por otra, afirmar la importancia y el valor de la vida consagrada, y los extraordinarios méritos de tantos hombres y mujeres consagrados, en todo tipo de servicios, al lado de la humanidad que sufre.
Hoy quiero invitar a los obispos de Estados Unidos a seguir fomentando los contactos personales con los religiosos que viven y trabajan actualmente en cada diócesis, para animarlos y estimularlos. Hablando en general, vuestras relaciones con los religiosos están marcadas por la amistad y la colaboración, y en muchos casos desempeñan un papel importante en vuestros planes y proyectos pastorales. Es preciso consolidar esas relaciones en su marco natural, el ámbito de la comunión dinámica con la Iglesia particular. La misión de los religiosos los sitúa en una Iglesia particular determinada; por tanto, su vocación al servicio de la Iglesia universal se realiza dentro de las estructuras de la Iglesia particular (cf. Discurso a los superiores generales, 24 de noviembre de 1978). Este aspecto es importante, porque pueden producirse muchos errores de valoración si una sana eclesiología cede ante una concepción de la Iglesia demasiado marcada por términos civiles y políticos, o tan «espiritualizada» que las opciones subjetivas de la persona se convierten en criterios de comportamiento.
4. Como obispos, tenéis el deber de salvaguardar y proclamar los valores de la vida religiosa, para que puedan preservarse fielmente y transmitirse a la vida de vuestras comunidades diocesanas. La pobreza y el dominio de sí, la castidad consagrada y la fecundidad, la obediencia y la libertad: estas paradojas propias de la vida consagrada deben ser más comprendidas y estimadas por toda la Iglesia y, en particular, por quienes participan en la educación de los fieles. La teología y la espiritualidad de la vida consagrada han de incluirse en la formación de los sacerdotes diocesanos, como debería incluirse el estudio de la teología de la Iglesia particular y de la espiritualidad del clero diocesano en la formación de las personas consagradas (cf. Vita consecrata, 50).
En vuestros contactos con los religiosos, debéis poner de relieve la importancia de su testimonio comunitario y mostrar vuestra voluntad de contribuir, del mejor modo posible, a asegurar que sus comunidades dispongan de los medios espirituales y materiales para vivir con serenidad y alegría la vida común (cf. Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, Vida fraterna en comunidad, 2 de febrero de 1994). Uno de los servicios más valiosos que puede prestar el obispo consiste en asegurar que estén a disposición de los religiosos directores espirituales y confesores buenos y experimentados, especialmente en los monasterios de monjas contemplativas y en las casas madres con muchos miembros.
De la misma manera, la capacidad de un instituto de realizar un apostolado común o comunitario es de vital importancia para la vida de una Iglesia particular. No basta que todos los miembros de un instituto compartan los mismos valores generales o trabajen «según el espíritu del fundador» y que cada uno se responsabilice de encontrar un área de actividad apostólica y una residencia. Es obvio que no todos los miembros de un instituto son idóneos para trabajar en un único apostolado, pero la identidad y la naturaleza del apostolado común, y la voluntad de dedicarse a él, deberían ser parte esencial del discernimiento que realiza el instituto con respecto a la vocación de sus candidatos. Sólo cuando una diócesis puede contar con la participación de un instituto religioso en el apostolado común, puede dedicarse seriamente a una planificación pastoral de gran alcance.
Habría que alentar y ayudar a perseverar a los institutos que ya se dedican a los apostolados comunitarios, como la educación y la asistencia sanitaria. La sensibilidad ante las nuevas necesidades y los nuevos pobres, siempre indispensable y laudable, no debería llevar a descuidar a los antiguos pobres, a los que necesitan una auténtica educación católica, a los enfermos y a los ancianos. También deberíais animar a los religiosos a prestar atención explícita a la dimensión específicamente católica de sus actividades. Sólo sobre esta base las escuelas y los centros católicos de enseñanza superior podrán promover una cultura impregnada de los valores y la moral católicos; sólo de esta forma las instituciones sanitarias católicas asegurarán que se atienda a los enfermos y a los necesitados «por amor a Cristo» y de acuerdo con los principios morales y éticos católicos.
5. En muchas diócesis la vida consagrada está afrontando el desafío de la disminución del número y del aumento de la edad de sus miembros. Los obispos de Estados Unidos ya han manifestado su disponibilidad a brindar su apoyo y los fieles católicos han mostrado gran generosidad, proporcionando ayuda financiera a los institutos religiosos con particulares necesidades en este campo. Las comunidades religiosas deben reafirmar su confianza en la llamada y, contando con la ayuda del Espíritu Santo, proponer nuevamente el ideal de la consagración y de la misión. No basta una mera presentación de los consejos evangélicos basada en su utilidad y conveniencia para una particular forma de servicio. Sólo la experiencia personal, mediante la fe, de Cristo y del misterio de su Reino que actúa en la historia humana puede lograr que el ideal llegue vivo a la mente y al corazón de quienes pueden ser llamados.
Al aproximarse el nuevo milenio, la Iglesia necesita con urgencia una vida religiosa vital y atrayente, que muestre más concretamente la soberanía de Dios y dé testimonio ante el mundo del valor trascendente de la «entrega total de sí mismo en la profesión de los consejos evangélicos» (Vita consecrata, 16), entrega que nace de la contemplación y del servicio. Este es seguramente el tipo de desafío que los jóvenes aceptarán. Si es verdad que la persona llega a ser ella misma mediante su entrega sincera (cf. Gaudium et spes, 24), entonces no se debería dudar en invitar a los jóvenes a la consagración. De hecho, se trata de una llamada a la madurez y a la realizaci ón plenamente humanas y cristianas.
Tal vez con motivo del gran jubileo los institutos de vida consagrada podrán instituir y sostener nuevas comunidades de sus miembros que deseen una experiencia auténtica y estable, centrada en la comunidad, según el espíritu de sus fundadores y fundadoras. En muchos casos, esto permitiría a los religiosos empeñarse con más serenidad en estos objetivos, libres de dificultades y problemas que, en definitiva, son insolubles.
6. El segundo milenio del nacimiento del Salvador invita a toda la Iglesia a dedicarse con gran esmero a llevar a Cristo al mundo. Debe proclamar su victoria sobre el pecado y la muerte, victoria que conquistó con su sangre en la cruz y que todos los días se hace verdaderamente presente en la Eucaristía. Sabemos que la esperanza auténtica en el futuro de la familia humana consiste en presentar claramente al mundo al Hijo encarnado de Dios como ejemplo de toda vida humana. Los religiosos, en particular, deberían estar dispuestos a realizar esta proclamación, abiertos a la fuerza santificadora del Espíritu Santo y plenamente libres, en su interior, de cualquier miedo a desagradar al «mundo », entendido como cultura que promete una liberación y una salvación diferentes de las de Cristo. Esto no es vano triunfalismo o presunción, porque en todas las épocas Cristo es «fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1 Co 1, 24). En nuestros días, como a lo largo de la historia de la Iglesia, las personas consagradas son iconos vivos de lo que significa hacer del seguimiento de Jesús el fin supremo de su vida y ser transformados por su gracia. De hecho, como subraya la exhortación apostólica Vita consecrata, los religiosos «han emprendido un camino de conversión continua, de entrega exclusiva al amor de Dios y (a sus) hermanos, para testimoniar cada vez con mayor esplendor la gracia que transfigura la existencia cristiana» (n. 109). Dado que Cristo no defraudará jamás a su Iglesia, los religiosos «no solamente tienen una historia gloriosa que recordar y contar, sino una gran historia que construir» (ib., 110). Queridos hermanos en el episcopado, por medio de vosotros exhorto sinceramente a las religiosas y a los religiosos, que han soportado «el peso del día y el calor» (Mt 20, 12), a perseverar en su fiel testimonio. Hay un modo de vivir la cruz con amargura y tristeza, pero quebranta nuestro espíritu. Y hay otro modo de llevar la cruz, como hizo Cristo, y entonces percibimos claramente que lleva «a la gloria» (cf. Lc 24, 26). A través de vosotros, exhorto a todas las personas consagradas, y a los hombres y mujeres que están pensando en entrar en una comunidad, a renovar cada día su convicción del privilegio extraordinario que tienen: la llamada a servir a la santidad del pueblo de Dios, a «ser santos» en el corazón de la Iglesia.
Con vuestra orientación y guía, el futuro de la vida consagrada en vuestro país será ciertamente glorioso y fecundo. La santísima Virgen María, que, perteneciendo completamente a Dios y estando consagrada totalmente a él es ejemplo sublime de la perfecta consagración, acompañe la renovación y el nuevo florecimiento de la vida consagrada en Estados Unidos. A vosotros y a los sacerdotes, a los religiosos y a los laicos de vuestras diócesis, os imparto cordialmente mi bendición apostólica.
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