Pontificio Colegio Rumano

Autor: Juan Pablo II

 

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS SUPERIORES Y ALUMNOS
DEL PONTIFICIO COLEGIO PÍO RUMANO 

Viernes 9 de enero de 1998

 

Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado;
queridos superiores y alumnos del Colegio Pío Rumano:

1. «Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios, mi salvador » (Lc 1, 46-47). Queremos elevar, junto con María santísima, patrona celestial del Colegio, este himno de alabanza al Señor por el sexagésimo aniversario de su fundación y por todos los dones recibidos durante este tiempo.

Recordemos, en particular, la grandiosa obra de mi predecesor el Papa Pío XI, de venerada memoria, quien, siempre atento a las necesidades de las Iglesias católicas orientales, quiso erigir en la colina del Janículo un colegio para los candidatos al sacerdocio procedentes de la Iglesia greco-católica rumana. Su sede, construida gracias a la generosa contribución del mismo Pontífice, debía asegurar a los estudiantes una adecuada formación litúrgica y espiritual en el rito bizantino-rumano, permitiéndoles al mismo tiempo conocer las riquezas de la Iglesia universal.

Eran tiempos de grandes esperanzas para las comunidades católicas orientales de esa parte de Europa, y se quería sostenerlas y orientarlas hacia un desarrollo cada vez más seguro. Aunque los sucesivos acontecimientos trágicos hirieron el corazón de esas Iglesias, al ser encarcelados obispos, sacerdotes y laicos, esas comunidades siguieron sirviendo a Cristo y conservando firmemente su unión con la Sede de Pedro.

¡Cómo no recordar, en este momento, a dos ilustres testigos que aún viven: el cardenal Alexandru Todea y el arzobispo Ioan Ploşcaru, que pagaron un precio muy alto por defender los derechos de la Iglesia y afirmar la libertad de conciencia!

2. Durante todo ese período difícil el Colegio acogía a los estudiantes de otras Iglesias orientales, pero, al mismo tiempo, conservaba una presencia simbólica de sacerdotes greco-católicos rumanos, convirtiéndose así en signo de esperanza, a la espera de tiempos mejores, y en punto de referencia para la comunidad rumana de la diáspora.

Queridos sacerdotes y seminaristas, con la caída de los regímenes ateos y el fin de las persecuciones habéis podido venir a Roma y encontrar hospitalidad entre las paredes del Colegio, que es vuestra casa en la Urbe. Tened siempre presente el recuerdo de esos hechos históricos, para que se mantenga vivo en vosotros el compromiso en favor de un renacimiento en la fraternidad. Eso os ayudará a dar testimonio de la verdad y os impulsará a un servicio evangélico generoso, en beneficio de cada persona y de toda la sociedad.

Vuestra formación, al respetar su índole auténticamente oriental, debe seguir la tradición de vuestros padres y abrirse con clarividente sabiduría a las necesidades de los tiempos nuevos. La contribución de los cristianos de Rumanía que, al ser de tradición bizantina, comparten las riquezas del Oriente cristiano y, a la vez, participan de la cultura europea, no sólo enriquece a la Iglesia sino también a Europa. En efecto, de ese encuentro pueden nacer experiencias de gran valor en el ámbito religioso y para el progreso del pensamiento y de las costumbres sociales.

3. «Toda sabiduría viene del Señor y con él está por siempre» (Si 1, 1). Vuestra vida en el Colegio tiene que centrarse en la liturgia, que permite al hombre entrar en los misterios divinos y lo inicia en las realidades de Dios. Tratad de conocerla bien y de amarla, a fin de que se convierta para vosotros en fuente de fuerza espiritual. Celebradla con el corazón, de modo vivo, penetrando en sus contenidos teológicos y espirituales.

Además, la profundización en la sagrada Escritura y en las obras de los Padres os ayudará a comprender mejor cuál es la clave de toda verdadera teología. Formados en esta escuela de valor perenne, objeto de veneración y estudio también por parte de nuestros hermanos ortodoxos, estaréis arraigados firmemente en las raíces de la Iglesia y, al mismo tiempo, seréis capaces de iluminar las situaciones contemporáneas con una luz antigua y siempre nueva.

El Señor os llama a servirlo en vuestra tierra, llevando a todos la verdad evangélica, que libera a cada hombre de la esclavitud del pecado, del relativismo moral y de la búsqueda de la riqueza a toda costa, y lo hace más fuerte para afrontar las dificultades del momento actual.

Sé que la Iglesia greco-católica rumana cumple su misión en condiciones de vida a menudo difíciles, pues debe afrontar una persistente carencia de estructuras. Pero sé que se están realizando varias construcciones a fin de dotar a las comunidades de edificios idóneos para la oración y la actividad pastoral, con el deseo de reencontrar en las formas artísticas del templo la continuidad con los orígenes, sin ignorar naturalmente la sensibilidad cultural actual.

 4. Queridos hermanos, también en esta circunstancia me complace expresar mi profundo agradecimiento a los obispos y a todo el clero, eparquial y religioso de Rumanía, por el generoso empeño con que dispensan a los fieles los misterios divinos y les brindan apoyo y aliento en los momentos de prueba, enseñándoles siempre el carácter sagrado e inviolable de la vida.

Encomiendo al Señor el camino que vuestra Iglesia está realizando y sus perspectivas para el futuro. De modo especial, invoco la asistencia divina sobre la celebración del IV Concilio provincial, que comenzó el año pasado. Frente a los cambios radicales que afectan a la sociedad rumana, dicha asamblea está llamada a examinar nuevamente los objetivos y los métodos pastorales, para que la misión de los fieles sea más consciente y activa.

Así, la comunidad eclesial encontrará la fuerza necesaria para el testimonio que está llamada a dar en la fidelidad y en la renovación, mientras se prepara para celebrar el gran jubileo del año 2000 y el tercer centenario del restablecimiento de su unidad con la Sede romana.

Con gran alegría al comienzo del nuevo año, os expreso a todos mis mejores deseos y, al mismo tiempo que os pido que llevéis a vuestras eparquías mi cordial saludo, a cada uno imparto de corazón una especial bendición apostólica.