VII grupo de obispos estadounideneses, 6 de junio de 1998

Autor: Juan Pablo II

 

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL SÉPTIMO GRUPO DE OBISPOS DE ESTADOS UNIDOS
EN VISTA «AD LIMINA APOSTOLORUM»

Sábado 6 de junio de 1998

Queridos hermanos en el episcopado:

1. Con gran alegría en el Señor os doy la bienvenida a vosotros, pastores de la Iglesia en los Estados de Minnesota, Dakota del norte y Dakota del sur, durante vuestra visita ad limina. Este año el tema de mis reflexiones con los obispos de vuestro país, ante la cercanía del nuevo milenio, es el del deber de una evangelización renovada, cuyo camino preparó admirablemente el concilio Vaticano II. Hoy deseo reflexionar sobre los laicos en la vida y en la misión de la Iglesia. La nueva evangelización, que puede suscitar en el siglo XXI una primavera del Evangelio, es una tarea de todo el pueblo de Dios, pero dependerá de modo decisivo de la plena conciencia de los fieles laicos de su vocación bautismal y de su responsabilidad de llevar la buena nueva de Jesucristo a su cultura y a su sociedad.

Los padres del concilio Vaticano II prestaron especial atención a la dignidad y a la misión de los fieles laicos, exhortándolos a que «respondan de buen grado, con generosidad y prontitud de corazón, a la voz de Cristo, que en esta hora los invita con particular insistencia, y al impulso del Espíritu Santo» (Apostolicam actuositatem, 33). Para restablecer el necesario equilibrio en la vida eclesial, el Concilio, en la Lumen gentium, dedicó un capítulo muy denso al papel de los laicos en la misión salvífica de la Iglesia, y siguió desarrollando este tema en el decreto sobre el apostolado de los laicos (Apostolicam actuositatem). Especificó más concretamente aún su misión, con particular referencia a las circunstancias contemporáneas, en la constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual (Gaudium et spes). En estos y otros documentos, el Concilio procuró extender el gran florecimiento del apostolado seglar, característico de las décadas anteriores. Los laicos habían acogido con fervor las estimulantes palabras del Papa Pío XII: «Los laicos están en la vanguardia de la vida de la Iglesia; gracias a ellos, la Iglesia es el principio animador de la sociedad humana. Por eso, ellos, en particular, deben tener una conciencia cada vez más clara, no sólo de que pertenecen a la Iglesia, sino también de que son la Iglesia» (Discurso, 20 de febrero de 1946).

2. En este ámbito de vigorosa acción de los laicos el Concilio pudo afirmar claramente: «Para todos, pues, está claro que todos los cristianos, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor» (Lumen gentium, 40); y el decreto conciliar sobre el apostolado de los seglares aclara que los laicos están llamados a ejercer el apostolado en la Iglesia y en el mundo (cf. Apostolicam actuositatem, 5). Realmente los laicos han respondido a esta llamada. Por doquier ha habido un florecimiento de diversas formas de participación de los laicos en la vida y en la misión de la Iglesia. Mucho se ha hecho desde el Concilio para examinar más profundamente el fundamento teológico de la vocación y de la misión de los laicos. Este desarrollo alcanzó cierta madurez en 1987, durante el Sínodo de los obispos sobre la misión de los laicos, con la consiguiente exhortación apostólica postsinodal Christifideles laici, publicada el 30 de diciembre de 1988. El Sínodo indicó la manera concreta de llevar nuevamente a la práctica la rica enseñanza del Concilio sobre el estado seglar. Uno de sus principales logros fue el de situar los diversos ministerios y carismas en el marco de una eclesiología de comunión (cf. Christifideles laici, 21). Abordó la misión específica de los laicos, no como una extensión o derivación de la clerical y jerárquica, sino en relación con la verdad fundamental según la cual todos los bautizados reciben la misma gracia santificante, la gracia de la justificación, por la que cada uno llega a ser «una nueva creatura», un hijo adoptivo de Dios, «partícipe de la naturaleza divina», miembro de Cristo y coheredero con él, templo del Espíritu Santo (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1.265). Todos los fieles, tanto los ministros ordenados como los laicos, forman juntos el único cuerpo del Señor: «Donde no hay griego y judío; circuncisión e incircuncisión; bárbaro, escita, esclavo o libre, sino que Cristo es todo en todos» (Col 3, 11).

Se está verificando un regreso a la auténtica teología de los laicos basada en el Nuevo Testamento, según la cual la Iglesia, el cuerpo de Cristo, es la totalidad del linaje elegido, el sacerdocio real, la nación santa, el pueblo de Dios (cf. 1 P 2, 9), y no una parte de él. San Pablo nos recuerda que el crecimiento del cuerpo depende de todos los miembros, que cumplen su misión: «Siendo sinceros en el amor, crezcamos en todo hasta aquel que es la Cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo recibe trabazón y cohesión por medio de toda clase de junturas, que llevan la nutrición según la actividad propia de cada una de las partes, realizando así el crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor» (Ef 4, 15-16). Al preparar el gran acontecimiento eclesial que fue el concilio Vaticano II, el Papa Juan XXIII se sintió tan conmovido por estas palabras, que declaró que merecían ser grabadas en las puertas del Concilio (cf. Discurso con ocasión del domingo de Pentecostés, 5 de junio de 1960).

En una eclesiología de comunión, la estructura jerárquica de la Iglesia no es cuestión de poder, sino de servicio, ordenado completamente a la santidad de los miembros de Cristo. El triple oficio de enseñar, santificar y gobernar, confiado a Pedro, a los Apóstoles y a sus sucesores, «no tiende más que a formar a la Iglesia en ese ideal de santidad, que ya está formado y prefigurado en María» (Discurso a la Curia romana, 22 de diciembre de 1987, n. 3: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 3 de enero de 1988, p. 9). La dimensión mariana de la Iglesia es anterior a la dimensión petrina o jerárquica, «así como más alta y preeminente, más rica de implicaciones personales y comunitarias para cada una de las vocaciones eclesiales » (ib.).

Menciono estas verdades, bien conocidas, porque en toda la Iglesia, no sólo en la de vuestro país, observamos la difusión de una nueva y vigorosa espiritualidad seglar y los magníficos frutos del mayor compromiso de los laicos en la vida de la Iglesia. Al acercarnos al tercer milenio cristiano es muy importante que el Papa y los obispos, plenamente conscientes de su especial ministerio de servicio en el Cuerpo místico de Cristo, sigan «suscitando y alimentando una toma de conciencia más decidida del don y de la responsabilidad que todos los fieles laicos, y cada uno de ellos en particular, tienen en la comunión y en la misión de la Iglesia» (Christifideles laici, 2).

3. La renovación litúrgica que el Concilio deseó y fomentó ardientemente tuvo como resultado la participación más frecuente y viva de los laicos en las tareas que les competen en la asamblea litúrgica. Una participación plena, activa y consciente en la liturgia debería dar vida a un testimonio seglar más vigoroso en el mundo, y no a una confusión de misiones en la comunidad de culto. Existe una distinción fundamental, basada en la voluntad de Cristo mismo, entre el ministerio ordenado, que deriva del sacramento del orden, y las funciones de los laicos, fundadas en los sacramentos del bautismo, la confirmación y, sobre todo, el matrimonio. La Instrucción sobre algunas cuestiones relativas a la colaboración de los fieles laicos en el sagrado ministerio de los sacerdotes, publicada recientemente por la Santa Sede, quiso reafirmar y aclarar las normas canónicas y disciplinarias que regulan este ámbito, relacionando esas importantes directrices con los respectivos principios teológicos y eclesiológicos. Os exhorto a hacer que la vida litúrgica de vuestras comunidades esté orientada y gobernada por la gracia de Cristo, operante en la Iglesia, que el Señor quiso como comunión jerárquica. Es preciso respetar siempre la distinción entre el sacerdocio de los fieles y el sacerdocio ministerial, puesto que pertenece a «la forma constitutiva que Cristo quiso imprimir indeleblemente a su Iglesia » (Discurso al Simposio sobre «La participación de los fieles laicos en el sacerdocio presbiteral», 22 de abril de 1994, n. 5: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de abril de 1994, p. 6).

4. Como subrayaron los padres en el Sínodo sobre los laicos, en 1987, es una comprensión inadecuada de su papel lo que impulsa a los laicos a interesarse tanto por los servicios y las tareas eclesiales, que llegan a descuidar la participación activa en sus responsabilidades en los campos profesional, social, cultural y político (cf. Christifideles laici, 2). La primera exigencia de la nueva evangelización es el testimonio auténtico de los cristianos que viven según el Evangelio: «Brille de tal manera vuestra luz delante de los hombres, que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5, 16). Dado que los laicos son la vanguardia de la misión de la Iglesia para evangelizar todas las áreas de la actividad humana, incluyendo los lugares de trabajo, el mundo de la ciencia, de la medicina y de la política, y los diversos sectores de la cultura, deben ser bastante firmes y suficientemente formados en la catequesis, para «testificar que la fe cristiana (...) constituye la única respuesta plenamente válida a los problemas y expectativas que la vida plantea a cada hombre y a cada sociedad» (Christifideles laici, 34). Como dijo mi predecesor el Papa Pablo VI: «Supongamos un cristiano o un grupo de cristianos que, dentro de la comunidad humana donde viven, manifiestan su capacidad de comprensión y de aceptación, su comunión de vida y de destino con los demás, su solidaridad en los esfuerzos de todos en cuanto existe de noble y bueno. Supongamos, además, que irradian de manera sencilla y espontánea su fe en los valores que van más allá de los valores corrientes, y su esperanza en algo que no se ve ni osarían soñar. A través de este testimonio sin palabras, estos cristianos hacen plantearse, a quienes contemplan su vida, interrogantes irresistibles: ¿Por qué son así? ¿Por qué viven de esa manera? ¿Qué es o quién es el que los inspira? ¿Por qué están con nosotros? Pues bien, este testimonio constituye ya de por sí una proclamación silenciosa, pero también muy clara y eficaz, de la buena nueva» (Evangelii nuntiandi, 21).

Mediante la gracia de Dios, vuestras Iglesias particulares fueron bendecidas con católicos deseosos de vivir una vida cristiana plena y de trabajar por el reino de Cristo en su entorno. Los obispos debéis proporcionarles guía espiritual. En vuestro ministerio y gobierno tenéis que mostrar a todos la importancia de la formación y de la catequesis para adultos, de la oración y de la práctica sacramental, de un compromiso real en favor de la evangelización de la cultura y de la aplicación de la doctrina moral y social cristiana en la vida pública y privada.

5. El ámbito inmediato, y en muchos sentidos importantísimo, del testimonio de los laicos cristianos es el matrimonio y la familia. Cuando la vida familiar es fuerte y sana, también el sentido de comunidad y solidaridad es fuerte, y eso ayuda a construir la «civilización de vida y amor» que debe ser el objetivo de todos. Por el contrario, cuando la familia es débil, todas las relaciones humanas están expuestas a la inestabilidad y a la fragmentación. Hoy la familia está sometida a presiones que provienen de muchos sectores: «La familia se encuentra en el centro de la gran lucha entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte, entre el amor y cuanto se opone al amor.
A la familia está confiado el cometido de luchar ante todo para liberar las fuerzas del bien, cuya fuente se encuentra en Cristo, redentor del hombre» (Carta a las familias, 23). En un tiempo en que las mismas definiciones de matrimonio y familia son puestas en tela de juicio por la tentativa de incorporar en la legislación concepciones alternativas y distorsionadas de esas comunidades humanas básicas, vuestro ministerio debe incluir la proclamación clara de la verdad del designio original de Dios.

Puesto que la familia cristiana es la «iglesia doméstica», se ha de ayudar a los matrimonios a relacionar su vida familiar de modo concreto con la vida y la misión de la Iglesia (cf. Familiaris consortio, 49). La parroquia debería ser una «familia de familias», ayudando del mejor modo posible a alimentar la vida espiritual de los padres y de los hijos con la oración, la palabra de Dios, los sacramentos y el testimonio de santidad y caridad. Los obispos y los sacerdotes deberían preocuparse por ayudar y animar a las familias de todos los modos posibles, y brindar su apoyo a los grupos y a las asociaciones que promueven la vida familiar. Aunque es importante que la Iglesia particular responda a las necesidades de la gente en situaciones problemáticas, la planificación pastoral también debería prestar una atención adecuada a las necesidades de las familias normales, que se esfuerzan por vivir su vocación. Estas familias son la columna vertebral de la sociedad y la esperanza de la Iglesia: los principales promotores de la vida familiar cristiana son los matrimonios y las familias mismas, que tienen la responsabilidad particular de servir a los demás matrimonios y familias.

6. Este año se celebra el trigésimo aniversario de la publicación de la encíclica Humanae vitae, de mi predecesor el Papa Pablo VI. La verdad sobre la sexualidad humana y la enseñanza de la Iglesia sobre la santidad de la vida humana y la paternidad responsable ha de presentarse a la luz del desarrollo teológico que se produjo después de la publicación de ese documento, y a la luz de la experiencia de los matrimonios que siguieron fielmente esa enseñanza. Muchos matrimonios experimentaron cómo los métodos naturales de planificación familiar promueven el respeto mutuo, estimulan el afecto entre el marido y la esposa, y ayudan a desarrollar una auténtica libertad interior (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 2.370; Humanae vitae, 21). Su experiencia merece compartirse, porque es la confirmación viva de la verdad que enseña la Humanae vitae. Por el contrario, crece la conciencia de los graves daños que causa a las relaciones matrimoniales el recurso a los métodos artificiales de anticoncepción, que, al impedir inevitablemente la entrega total de sí en el acto conyugal, destruyen su significado procreativo y, al mismo tiempo, debilitan su significado unitivo (cf. Evangelium vitae, 13).

Con valentía y compasión, los obispos, los sacerdotes y los laicos católicos deben aprovechar la oportunidad de proponer a los hijos e hijas de la Iglesia, y a toda la sociedad, la verdad sobre el don especial que constituye la sexualidad humana. Las falsas promesas de la «revolución sexual» se descubren ahora dolorosamente en el sufrimiento humano causado por índices de divorcio sin precedentes y por la plaga del aborto y sus efectos duraderos en las personas que recurrieron a él. Sin embargo, la enseñanza del Magisterio, el desarrollo de la «teología del cuerpo» y la experiencia de matrimonios de fieles católicos han brindado a los católicos en Estados Unidos una oportunidad particularmente propicia para llevar la verdad sobre la sexualidad humana a una sociedad que necesita escucharla urgentemente.

7. La realidad multicultural de la sociedad norteamericana es una fuente de enriquecimiento para la Iglesia, pero también plantea desafíos a la actividad pastoral. Muchas diócesis, a causa de las inmigraciones del pasado y las actuales, tienen una fuerte presencia hispana. Los fieles hispanos aportan sus dones propios a la Iglesia particular, entre los que cabe destacar la vitalidad de su fe y su profundo sentido de los valores familiares. También ellos afrontan enormes dificultades, y vosotros estáis haciendo grandes esfuerzos para contar con sacerdotes y otros agentes adecuadamente formados, a fin de proporcionar una buena atención pastoral y los servicios necesarios a las familias y a las comunidades de esas minorías. Frente al proselitismo sumamente activo de otros grupos religiosos, resultan esenciales la instrucción en la fe, la construcción de comunidades vivas, la atención a las necesidades de las familias y de los jóvenes, la promoción de la oración personal y familiar, y una vida espiritual y litúrgica centrada en la Eucaristía y en una genuina devoción mariana (cf. Discurso a los hispanos en la plaza de Nuestra Señora de Guadalupe, San Antonio, 13 de septiembre de 1987: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 4 de octubre de 1987, p. 22). Los fieles hispanos deberían poder sentir que su lugar natural, su casa espiritual, está en el centro de la comunidad católica.

Lo mismo habría que decir de los miembros de la comunidad afro-americana, que también constituyen una presencia vital en todas vuestras Iglesias. Su amor a la palabra de Dios es una bendición especial, que hay que conservar. Aunque los Estados Unidos han dado grandes pasos para liberarse de los prejuicios raciales, hay que esforzarse continuamente por asegurar que los católicos negros participen plenamente en la vida de la Iglesia.

En vuestras diócesis, como en otras partes de Estados Unidos, viven algunos indígenas norteamericanos, orgullosos descendientes de los pueblos originarios de vuestro país. Apoyo vuestros esfuerzos por proporcionarles atención espiritual, por ayudarles cuando procuran conservar las buenas y nobles tradiciones de su cultura, y por estar cerca de ellos cuando luchan para superar los efectos negativos de la marginación que sufren desde hace tanto tiempo. En la única Iglesia de Cristo encuentran lugar todas las culturas y todas las razas.

8. Por último, deseo expresaros la gran alegría que experimenté la semana pasada en la plaza de San Pedro, durante el encuentro con tantos miembros laicos de los diferentes movimientos y comunidades eclesiales, que representan un don providencial del Espíritu Santo a la Iglesia de nuestro tiempo. Estos movimientos y estas comunidades comparten un fuerte compromiso de vida espiritual y de impulso misionero. Como instrumentos de conversión y de auténtico testimonio evangélico, prestan un magnífico servicio, ayudando a los miembros de la Iglesia a responder a la llamada universal a la santidad y a su vocación de transformar las realidades terrenas a la luz de los valores evangélicos de vida, libertad y amor. Representan una fuente genuina de renovación y evangelización y, por esta razón, deberían ocupar un lugar importante en vuestro discernimiento y en vuestros planes pastorales.

Una nueva, extraordinaria y sorprendente primavera para la Iglesia surgirá de la fe dinámica, de la esperanza viva y de la caridad activa de los laicos, que abren su corazón a la presencia vivificante del Espíritu Santo. A los obispos nos corresponde la tarea de enseñar, santificar y gobernar en nombre de Cristo, procurando siempre hacer fructificar los dones y los talentos de los fieles encomendados a nuestro cuidado pastoral. Os exhorto a impulsar a todos a ocupar su propio lugar en la Iglesia y a ser cada vez más responsables personalmente de su misión. Dedicad especial atención al fortalecimiento de la vida familiar, como condición esencial para el bienestar de las personas y de la sociedad. Utilizad los recursos espirituales de las diversas culturas presentes en la Iglesia en Estados Unidos, y dirigidlos hacia la auténtica renovación de todo el pueblo de Dios.
Encomendando vuestro ministerio episcopal a la intercesión de María, Auxilio de los cristianos, pido por los sacerdotes, los religiosos y los fieles laicos de vuestras diócesis, y os imparto cordialmente mi bendición apostólica.

 

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