Carta de Pepe Alonso - Diciembre 2020
Miami, diciembre del 2020
Familia. En estos días de preparación para la navidad me gustaría dar un enfoque quizás diferente a nuestras reflexiones. ¿Estamos preparados para el “adviento” último, cuando Jesús regrese o nosotros tengamos que partir de este mundo?
Quisiera tomar palabras del San Juan Pablo II: "quizá hoy en la Iglesia se habla demasiado poco del pecado, del Paraíso y del Infierno. Quien no conoce el Juicio definitivo no conoce la posibilidad del fracaso y la necesidad de la redención. Quien no trabaja buscando el Paraíso, no trabaja siquiera para el bien de los hombres en la tierra". Palabras muy oportunas en este tiempo de pandemia, en el que la realidad de la muerte se nos ha recordado.
En efecto, la vida en la tierra es sólo una preparación para la otra Vida, la que nos espera después. Y esa preparación es muy corta, cortísima, si la comparamos con la medida de la eternidad, la cual es infinita. Y estar preparados significa, como decía San Francisco de Sales: vivir cada día como si fuera el último día de nuestra vida en la tierra.
Los hombres y mujeres de hoy parecemos andar por esta vida sin rumbo y sin medida del tiempo, ya que no sabemos hacia dónde vamos al final de esta vida en la tierra y, además, no sabemos medir el tiempo de aquí con reloj de eternidad.
Para esto, en este adviento quisiera que meditemos un poco en “Los Novísimos”. ¿Sabias tu que los Novísimos es el campo de la teología que trata de las "cosas últimas": muerte, juicio, cielo, infierno? La meditación sobre los novísimos es una ayuda para vivir siempre cara a Dios, con sentido de eternidad. No se puede olvidar que el hombre tiene un destino eterno. Pensamos en proyectos futuros que tenemos y que muchas veces no se cumplen, pero los Novísimos se cumplirán. Nos decía san Josemaría Escrivá : “Todo se arregla, menos la muerte... Y la muerte lo arregla todo”.
¿Por qué el hombre se torna a Dios cuando se enfrenta a la muerte? La muerte es la última experiencia terrenal de la cual todos participarán, sin importar su genealogía, estado social, riquezas, o educación. La muerte no respeta a nadie. Los fuertes y los poderosos tratan de retarla. Los muy ocupados tratan de ignorarla. Los que sufren a veces la anhelan. Las masas la temen. Ningún hombre jamás ha escapado a la muerte, pero a través de Dios, el hombre puede conquistar la muerte. Solamente Dios ha prometido que la muerte transforma a la vida, que es un despertar, el principio de una nueva vida, una vida eterna.
Esta visión de la muerte es inherente en nuestra religión, una perspectiva mucho más amplia y profunda que aquellas del bioquímico o del neurólogo. La Biblia explica la creación del hombre con una inusual metáfora: “Entonces Yahvé Dios formó al hombre con polvo de la tierra; luego sopló en sus narices un aliento de vida, y existió el hombre con aliento y vida.” (Génesis 2:7). Dios no tiene cuerpo, imagen o forma. ¿Cuál es entonces la intención de esta metáfora? ¿Por qué la Biblia enseña que Dios sopló su aliento en el hombre?.
Podemos preguntarle al doctor, al biólogo y al neurólogo: ¿Qué le sucede a una persona que ha muerto? ¿Por qué permanece inmóvil? Ellos contestarán que el corazón paró de latir, cesó el suministro de sangre a la mente y cientos cambios químicos han ocurrido. Un organismo viviente ha sido transformado en un trozo de materia muerta. Lo que una vez fue un ser humano con aspiraciones, que pensaba, ahora no es nada más que un pellejo muerto.
Mas contamos con la promesa de Dios de que esta representación es incompleta, de que el aliento de vida que creó al hombre sustentará al cuerpo y al alma, eternamente. Tal promesa le fue efectuada al profeta Isaías: "Revivirán tus muertos, tus cadáveres resurgirán, despertarán y darán gritos de júbilo los moradores del polvo". (Isaías 26:19) La misma promesa fue confirmada al profeta Daniel: “Muchos de los que duermen en la región del polvo se despertarán, unos para la vida eterna, otros para el horror y la vergüenza eterna”. (Daniel 12:2).
¿Qué sucede entonces cuando una persona muere? Nuestra observación de la muerte nos lleva a la visión del doctor, es decir, que el hombre se convierte simplemente en un cadáver. Cuando esto sucede, el alma pierde todo contacto con el cuerpo, este está muerto. El alma, una entidad constituida de espíritu puro, está ahora libre. La Biblia describe este fenómeno en el libro Eclesiastés: "El polvo vuelve a la tierra de donde vino, y el espíritu sube a Dios que lo dio”. (12:7). El cuerpo se deteriora y retorna a los elementos de la tierra. El alma parte a su destino ETERNO.
Sabemos a qué se parece exactamente la vida después de la muerte. Sabremos que cuando lleguemos allí tendremos nuestro juicio personal. Sabemos que Dios ha prometido una recompensa Divina, el Cielo, a los que hayan llegado a ese momento en estado de gracia, es decir, sin pecados mortales. Su premio es el Cielo, al que irán inmediatamente o después de pasar por el Purgatorio, según tengan o no tengan algo de que purificarse. Dios ha prometido que nada en la experiencia humana, ya sea a través de los sentidos o de la mente, puede compararse con el regocijo, la felicidad y el deleite que el alma de un hombre experimenta cuando está próxima a Dios en el cielo.
Pero también sabemos, y esto si que es aterrador, que si un alma se encuentra en pecado mortal, su destino será “ el horror y la vergüenza eterna”, el infierno, o sea, la separación para toda la eternidad de la presencia de Dios. Nada que nos podamos imaginar en esta vida se comparará con esa realidad eterna.
San Juan Pablo II habló del Infierno. Entre otras cosas ha dicho: “Dios es Padre infinitamente bueno y misericordioso. Pero, por desgracia, el hombre, llamado a responderle en libertad, puede elegir rechazar definitivamente su amor y su perdón, renunciando así para siempre a la comunión gozosa con él. Precisamente esta trágica situación es lo que señala la doctrina cristiana cuando habla de condenación o Infierno “.
De la consideración de los novísimos se puede sacar como propósito cuidar el examen de conciencia diario y fomentar la esperanza del perdón de Dios. Uno de los regalos maravillosos que Jesús nos dejó es el sacramento de la reconciliación, de la misericordia, del perdón. Claro que todos los cristianos quieren vivir en la gracia y presencia de Dios, por lo que este tiempo de adviento nos da el gran consuelo saber que nuestros pecados son perdonados cuando los confesamos con arrepentimiento verdadero. Has una buena confesión en estos días, y así nos sentimos más preparados de encontrar en Jesús, nuestro Juez misericordioso.
Queremos terminar nuestra vida con corazón limpio. Si hemos ofendido a alguien no queremos morir con este peso sobre nuestros hombros. Queremos pedirle perdón. Al mismo tiempo queremos perdonar a las personas que han ofendido a nosotros. Si queremos el perdón de Dios, debemos perdonar a nuestros hermanos. Si una reconciliación cara a cara no es posible, por lo menos podemos perdonar en nuestros corazones a las personas que nos han ofendido y rezar por su conversión. Nadie debe esperar a la muerte agobiado con la carga pesada de «no perdonar» en su conciencia.
La realidad es que el conscientizarse acerca de la propia muerte, suceda ahora o dentro de sesenta años, puede ser algo atemorizante y aterrador. Pero hay una fórmula para evitarlo. Todo lo que debemos hacer es confiar incansablemente en la misericordia de Dios, recordar Sus promesas, y recordar la existencia eterna de nuestras almas. Ojalá que a cada uno de nosotros se nos pueda poner este sencillo epitafio, pero auténtico, que refleje la verdad: “Murió cristianamente, con la gracia de Dios en su corazón”. A nosotros nos basta con morir cristianamente: nada más.
Para terminar, te invito a ofrecer a Jesús un hermoso regalo en estas navidades, apoyando esta Misión EWTN, cuya única razón de existir es el llevar la Palabra de Dios hasta los mas remotos lugares de este planeta. Dios te bendecirá grandemente por todo lo que hagas por nosotros.
Feliz navidad te deseo en Jesús, y María del Adviento, tu hermano,
Pepe Alonso.